Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La Ley de Memoria Histórica es la tramoya jurídica de una colosal mentira: el relato comunista.
La mentira, y seguimos la cita de Octavio Paz con que Carlos Rangel abre su biblia venezolana (“Del buen salvaje al buen revolucionario”), “se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente”:
–El daño ha sido incalculable y alcanza zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad... De ahí que la lucha contra la mentira oficial y constitucional sea el primer paso de toda tentativa seria de reforma.
La Gran Mentira del Antifranquismo convirtió la traición, al generalizarla, en virtud social, y a eso lo llamaron democracia, mientras enterraban a Montesquieu, que tenía dicho:
–Todo ciudadano viene obligado a morir por su patria; nadie está obligado a mentir por ella.
Los dos Tenorios más absurdos de este Estado de Partidos son el enterramiento de Montesquieu, que nunca estuvo vivo, y el desenterramiento de Franco, que nunca estuvo muerto.
–Yo siempre he admirado, en los comunistas, la disciplina y la actividad bordeando la ley –escribe Indalecio Prieto a Eulogio Urréjola–. La cosa está perdida. Lo siento porque ese tío sinvergüenza de Don Lindo del Pardo ha triunfado. Es que ha triunfado el cabrón del hombre, amigo Urréjola. Y hemos de verlo así de claro todos los compañeros, ¡maldita sea mi puñetera estampa!
Rivera, el nadador, que se ha venido arriba (él sabrá por qué) con Macron, se ofrece a bajar al sepulcro y resolver el misterio del “atado y bien atado”, ucase que en el 75 llevó a Ónega a llorar con versos de Walt Whitman (¡el Homero de la Democracia!) la muerte de Franco.
En el “Prontuario” de Aguinaga, que lo recoge de García Abad, sale Suárez jactándose en una cena en La Zarzuela de que “ya no queda nada de lo atado y bien atado”, y replica Don Juan: “Sí queda”. “¿Qué?” “Tú y tú”, dice Don Juan, señalando a Suárez y a su hijo.
Pero en el Extremo Centro de Rivera ya no cabe ni Cebrián.