Al paso
MONOS
Ignacio Ruiz Quintano
En Panamá los turistas pueden oír, desde los balcones de sus hoteles, el griterío de los monos al amanecer. La leyenda dice que Dios les prometió hacerlos hombres cuando saliera el sol. Y cada mañana los monos chiflan y lloran su ilusión defraudada. ¡Pobre Panamá, tan cerca de Dios y tan lejos de Zapatero!
En España, por un antojo zapateril -de Zapatero, el tirano de la trona-, los monos son hombres.
Y el mono se hizo hombre.
Los campeones de “lo plural” que venían arremetiendo contra el monoteísmo, contra el monólogo y contra la monogamia han resuelto, de pronto, adorar al mono. ¿Por qué? La literatura científica para justificar semejante salto metafísico huele a Mosterín -si aceptamos el “mosterín” como unidad de medida de la ciencia ministerial y progresista, que es la que se hace en España-, un amigo de los animales que seguramente no sabe que Hitler prohibió la caza del zorro en los heideggerianos claros del bosque porque “en el nuevo Reich no debe haber cabida para la crueldad con los animales”.
Hablando de tiranos de la trona -figura psicológica para representar al hombre que se comporta como un bebé mimado en lo alto de su trona-, conviene recordar que el antropólogo holandés Louis Bolk desarrolló una teoría según la cual el hombre procede de un simio que, retardado en la infancia, logró reproducirse. Bolk observó que un chimpancé recién nacido es igual que un hombre viejo, de lo que dedujo que el hombre no es más que el resultado de prolongar la etapa fetal del chimpancé. Un mono infantil con las manos todavía no deformadas al ser utilizadas como pies y la mandíbula todavía no alargada en busca de la fruta. En una palabra, la “fetalización”.
La “fetalización” de Bolk cae en manos de los sabios ministeriales y progresistas cuya única misión consiste en satisfacer los caprichos de los tiranos de la trona y ocurre lo que hemos visto. Eufóricos por sentirse, al fin, integrantes de un plan, exclaman: “¡Ahora lo entendemos todo!” Y proclaman la humanidad del mono. Parafraseando a Saul Bellow, a uno sólo le queda decir: “Si me presentan al Cervantes de los chimpancés, lo leeré con mucho gusto.” Pero, sin entrar en las cosas del sexo, lo más humano que uno ha visto hacer a un chimpancé es partir piojos con los dientes. También recuerdo que Ruano, en sus memorias, hablaba de una pensión en Alemania, la Pensión Latina, regentada por un catalán que decía sólo haber comido monos, haciendo grandes ponderaciones del sabor de su carne.
(Abc, Abril de 2006)