José Ramón Márquez
Consejo, pero no como órgano colegiado, sino como el parecer que se da para hacer algo. En ese sentido, el consejo taurino, que el nombre le va de perlas, está para aconsejar. Aconseja que hay que poner tres tardes a uno porque una señora es coleguilla de otra; aconseja que hay que poner como sea a ese torero tan requeteguapo; aconseja que se hagan los jeribeques necesarios para mantener esa imbecilidad de la feria del Aniversario (¿aniversario de qué?) y aconseja, en suma, todo lo que parece contrario al sentido común y a la demanda del respetable.
Entre ayer y hoy he tenido la ocasión de comentar los carteles de San Isidro, fruto en buena medida de los consejos del Consejo, con aficionados de toda laña: salvajes integristas que añoran los toros del Barbero de Utrera, delicados tomateros extasiados ante su dios pétreo y vegetal, burros madrileños siempre al lado del torero pobre, poncistas apaleados, aficionados sosegados que añoran el buen toreo de los grandes que ya nunca volverá, charros de corazón partido. Aunque me falta conocer la opinión de uno que vive en Nantes, que me la imagino, puedo decir que jamás he encontrado tanta unanimidad en gente tan heterogénea; vamos, que al día de la fecha no he encontrado aún a nadie que me dé una sola opinión favorable a la(s) bendita(s) feria(s) que han perpetrado.
Yo vivo muy cerca de la Plaza. Bajar a los toros es un agradable paseo. Pienso en los que se vienen todos los días desde Toledo, desde Guadalajara, desde Talavera, desde Móstoles o Aranjuez. Pienso en el tiempo y los kilómetros que van a echar en semejante basura de feria(s) nutridos sólo por su denodada afición y pienso que a muchísima distancia de las hueras declaraciones sobre el interés cultural de la fiesta o de la creación de órganos irrelevantes como el tal Consejo, estamos solos e indefensos como siempre, solos y apaleados.