José Ramón Márquez
Seria y preciosa novillada en Madrid. Novillos de Santa Coloma desperdiciados de nuevo por pobres toreros que ni presentan su personalidad, ni sus formas ni nada que sirva para recordarles mañana al desayunar. Toreros del montón, como tantos que hay por ahí y que se miran en otros que tienen éxitos y fortuna. Uno que se parece a Manuel Caballero (pobre, si acaso leyese los Salmonetes pensará que le tengo manía) y que importa tan poco como Manuel Caballero. Otro que vive en Colmenar, como si viviese en El Viso del Alcor o en Cariño, y eso es lo más notorio que se puede decir de él. Otro sin apoderado, que podría ser el mejor de los tres, pero no sabe o no quiere enterarse de que el toreo es hacia adelante. El propio novillo se lo cantaba, pero él pensaba en los modelos al uso y no lo veía claro. “Esto me lo han explicado de otra manera”, pensaría.
Como es natural fuimos a los toros por la ganadería. Santa Coloma tal cual. Enterándose en seguida de los caballos, pidiendo el toreo en la distancia tan querido en Madrid, muriendo con la boca cerrada. No se comían a nadie, pese a la pésima lidia. Entre la mala colocación, la mala monta y los lanzazos los tercios de varas fueron tan deplorables como siempre, pero los novillos como mínimo cumplieron. Definitivamente, los novillos demandaban un tipo de toreo que no es el contemporáneo. Carlos Guzmán casi pudo. El inicio de la faena a su segundo fue una promesa de toreo. En eso se quedó.
Se despidió el maestro Castuera de la plaza y la banda sonó como siempre.