EL ARTISTA Y LA COMPAÑÍA
José Ramón Márquez
ACTO I
Sale Enrique Ponce y, para variar, está soberbio. Da otra nueva lección de su tauromaquia, de su saber, de su poder. Demuestra una vez más –como si tal cosa fuese necesaria a estas alturas, como lleva haciendo desde hace lustros- que torear es poseer el oficio y negociar con el toro.
ACTO II
ACTO II
Sale El Cid y no se aflige porque asome por el chiquero el toro que redimirá a la ganadería ésta de El Tajo y La Reina -nombre nada pretencioso-. Es un bicho con más leña que el hayedo de Montejo y que servirá para justificar el afamado ‘torismo’ bilbaíno y la escrupulosidad del ganadero al que hace cuatro días le echaron entera la corrida de Málaga.
ACTO III
El aire se serena, la paz se hace sobre la negra arena y aparece el artista. Abre su capote, mueve los brazos, larga el trapo por aquí y por allá, se transmuta. El arte se hace presente. El arte hortera éste que está construido de apuntes, de retazos, de mohínes ante el cual sucumben los pilares eternos del toreo. El arte que vale sólo por el artista que lo practica.
EPÍLOGO
Dicen las sabias y nada interesadas opiniones que salen por las ondas, por los papeles, por la red, que el artista -no osaremos pronunciar el nombre de la divinidad- dejó sobre la negra arena de Bilbao su toreo de sonidos negros, de fragua y de cante. Dicen los que estuvieron presentes en la tarde, pobres aficionados que compran entradas, que Ponce fue una vez más el gran torero, que Cid resolvió con hombría y resolución su oscura papeleta y que el artista –“Hartos de Arte”, tituló Corrochano- fue despedido a pitidos por la afición. Pero de eso, por lo que sea, no nos quieren informar. Vivamos, pues, con la ilusión de que lo que nos relatan es verdad, porque acaso lo que debamos hacer es tan sólo dejarnos uncir.
ACTO III
El aire se serena, la paz se hace sobre la negra arena y aparece el artista. Abre su capote, mueve los brazos, larga el trapo por aquí y por allá, se transmuta. El arte se hace presente. El arte hortera éste que está construido de apuntes, de retazos, de mohínes ante el cual sucumben los pilares eternos del toreo. El arte que vale sólo por el artista que lo practica.
EPÍLOGO
Dicen las sabias y nada interesadas opiniones que salen por las ondas, por los papeles, por la red, que el artista -no osaremos pronunciar el nombre de la divinidad- dejó sobre la negra arena de Bilbao su toreo de sonidos negros, de fragua y de cante. Dicen los que estuvieron presentes en la tarde, pobres aficionados que compran entradas, que Ponce fue una vez más el gran torero, que Cid resolvió con hombría y resolución su oscura papeleta y que el artista –“Hartos de Arte”, tituló Corrochano- fue despedido a pitidos por la afición. Pero de eso, por lo que sea, no nos quieren informar. Vivamos, pues, con la ilusión de que lo que nos relatan es verdad, porque acaso lo que debamos hacer es tan sólo dejarnos uncir.