Por Agustín de Foxá
Buenos Aires, 30 de Agosto de 1947
Buenos Aires, 30 de Agosto de 1947
-¡Con la izquierda! Arrímate!, que la entrada me ha costado como un traje -le gritó uno del tendido, en la última corrida que le vi a Manolete, en San Sebastián.
El paisaje del monte Ullía se asomaba a la plaza, con su tierno verdor vasco, los pinos, el serpentear de un camino, un caserío y una gran piedra blanca. Había unas nubes redondas, rosadas en sus bordes, que amenazaban lluvia.
Le gritaba todo ese mundo inferior que odia la gloria, la riqueza, la victoria. Ese mundo envidioso, aliado con la desgracia.
Ya le han pagado a usted, espectador anónimo, su cobarde traje gris o marrón, de hombre de oficina. Se lo han pagado con sangre. Mientras Manolete, envuelto en su hermoso traje de torear -de grana y oro-, navega hacia lo desconocido. Bajo la tierra materna de Córdoba, bajo los viñedos y el olivar, o las doradas mieses oreadas por el viento, que ya eran suyas, que ya formaban parte de sus dehesas, y que no podrá gozar nunca, porque vuelve otra vez, pobre y desnudo, como cuando empezaba.
Con Manolete se nos va un trozo de nuestra alegre juventud; amaneceres fríos por Bubierca, camino de Zaragoza, sobre la tierra roja, agrícola, con labriegos medio adormilados en sus bufandas, sobre mulas viñateras, cargadas de racimos. Y aquella cena en las bodegas de Haro, con olor a cueva, entre toneles con telarañas, cuya espita abríamos ante una vacilante llama de candil.
Ruidosas ferias de Logroño, de rojos pimientos y vendimiadores con sandías en los tendidos de sol; de Sevilla, entre azulejos, caballos enjaezados con cascabeles y palomas; de Málaga pescadora y añil; de Barcelona gótica y bizantina con su plaza de cúpulas azules; de Madrid con tapices del Montepío o la Beneficencia, en la delantera de grada; de Lima, con su plaza del Virrey Amat; en los Andes, bajo el vuelo de los negros gallinazos, con monosabios mulatos y negras que vendían "anticuchos" de corazón de toro.
Manolete, durante estos duros años de posguerra, ha sido alegría de España.
Poblachones de largas calles, de polvo y moscas, que destellaban sol -un día al año-, con su capotillo de paseo. Monótonas capitales de provincia, de dominó, lluvia y tristes miradores entre acacias, que bullían con el hervor de la feria.
En el cuarto del hotel, sobre las sillas vulgares de los comisionistas, colgaba su taleguilla bordada de lentejuelas. Y llegaban gentes de Bilbao, de Jerez, de Barcelona, escritores, políticos, banqueros; y en el aire cursi del casino (por una vez con Grandes de España), las señoritas provincianas le pedían autógrafos para sus abanicos. Se olvidaban hasta los problemas sociales. El limpiabotas, cordobés, preguntaba: "¿Qué hora es, señorito?" "Las seis y media." "Él, estará matando su segundo toro."
Había pisado, vencedor, todas las arenas; las oscuras del Norte; la arena color de playa de Madrid y aquella de la Maestranza de Sevilla anaranjada, como el desierto por Villa Cisneros; y en todas aparecía plantado como un árbol, con raíces, haciendo girar en torno a su cintura, con la faja color salmón, al negro toro, como si fuera un satélite. Se deshojaba en pétalos de naturales. Y la sombra de la cabeza del toro, con sus dos cuchillas, se proyectaba, inquieta, sobre su inmóvil muleta.
Una noche de estrellas en Ancón, en la costa peruana, en casa del gran aficionado Pancho Graña (cercanos a una barca antigua sacada del fondo del Pacífico por un reciente maremoto), me decía, graciosamente, explicándome las angustias del pase natural: "Hay que ver lo que es estar, casi entre las astas, enseñándole la franela y gritándole: '¡Toma, torito!' Y el torito mirándonos a la montera."
Y como elogiase yo su actitud valiente de hincar los talones en la arena, añadió con el lúgubre acento de un presentimiento:
-Pero un día me pueden quitar para siempre los pies del suelo.
Y ya están sus pies hacia adelante, calzados con las aladas zapatillas de torear; sus pies, que ya no volverán a pisar sobre la tierra.
-Tiene cara de palo -decían-; no sonríe nunca.
¡Pero cómo iba a sonreír, si sentía la muerte dentro; si veía sus alas traslúcidas en la alegre puerta del paseíllo! ¡Si cuando cenaba con unos amigos, o bailaba o besaba a una mujer, ya pastaba la amarga hierba de las marismas el toro que tenía que matarlo!
-Eso de torear mirando al tendido lo ha aprendido de Llapisera -afirmaban sus enemigos.
Y hay algo de verdad; porque la vida trágica de Manolete comienza, en la banda musical de Los Califas, con el toreo cómico. Y acaso ese comienzo sea más dramático que su propia muerte a pleno sol del triunfo. Manolete empieza a torear como un tristísimo payaso, con trajes alquilados, grotescamente holgados para su delgadez de muchachito pobre y mal comido; empieza con lentejuelas sin brillo entre esos enchisterados bufones siniestros del toreo -que yo prohibiría- que juegan a la baraja delante del becerro y abren un paraguas ante su agonía, bajo la luz de quirófano de los focos, con luna sobre la plaza, y donde la sangre derramada del bicho semeja el vino vomitado de un juerguista trasnochador.
Pero olvidaban que ese pase de Llapisera estaba jalonado de cipreses. Que no hay nada más valiente que lo cómico en el borde de la tragedia definitiva. Que la fiesta de toros sería de ballet afeminado, si en la frente del toro no brillase una guadaña.
Hace unos años, un grupo de escritores le ofrecimos a Manolete una cena en los salones isabelinos de Lhardy. Le íbamos a explicar, literariamente, lo que era su toreo. Que muchas veces la literatura sólo sirve para razonar sobre el misterio inaprensible de los hechos. Y ante la catarata de "Pasifaes" mitológicos, centauros, "Cretas" y minotauros, Manolete resumió, con sabiduría antigua y no aprendida:
-Algo hay de eso.
Algunos nos criticaron por entonces. Pero ninguno de ellos ha izado como él, en los tejadillos de Méjico, Puebla y Jalisco, Bogotá o Lima, entre los cactus o las pitas del rópico, la bandera de España.
Creo que Manolete ha sido el mejor torero que ha existido. Se le tachó de avaro y se ha llevado a la tierra la Cruz de Beneficencia, por su generosidad; de monótono, pero la perfección no es divertida. De que sus toros no ofrecían peligro, y ya está allí, abrazado a su propia muerte, para desmentirlo. Yo no soy un técnico para explicar su toreo; lo que sí digo es que había algo de milagroso en aquello de sujetar la testuz cabeceante del toro al ritmo lentísimo, al abanico terrible, de su pase con la izquierda.
Sé que alegró muchos domingos y muchas tardes de España; que amó a su Patria; que hizo gritar "¡Ole!" y "¡Viva tu madre!" a gentes de color que hablaban quichua y juntar, en el aplauso, a las cobrizas manos de los aztecas.
Sé que hizo brotar en mi país refranes, coplas, pasodobles, esculturas, versos y cuadros famosos. Que se escribirán romances y se compondrán sevillanas sobre su muerte. Que en un mundo utilitario de ganaderos y mecánicos supo ofrendar su vida de veintinueve años, rico, feliz y amado por las mujeres, para que su figura, ante el peligro, no perdiera ni un ápice de armonía.
No quiero llorar, burguesamente, su partida, aunque como amigo siento dolorido el corazón. La Belleza es una joven diosa que no admite ancianos en su lecho. Como el Espartero, como Granero, como Joselito, ha muerto en plena juventud. Sin las vulgares tardes del café en el colmado o en su casa, vacía, de la retirada. Sin el monótono parral sosteniendo al crepúsculo, de su cortijo sin aplausos.
Ya ha quedado fijado en la leyenda y en las coplas de los ciegos (que son los últimos trovadores de España), perennemente joven y para siempre vestido de luces.
Manolete: amigo mío, desde estas orillas, sin corridas, del Plata, vaya mi adiós definitivo a tu eterno silencio, no mucho mayor que tu sobria mudez, de cuando andabas sobre el mundo.
El paisaje del monte Ullía se asomaba a la plaza, con su tierno verdor vasco, los pinos, el serpentear de un camino, un caserío y una gran piedra blanca. Había unas nubes redondas, rosadas en sus bordes, que amenazaban lluvia.
Le gritaba todo ese mundo inferior que odia la gloria, la riqueza, la victoria. Ese mundo envidioso, aliado con la desgracia.
Ya le han pagado a usted, espectador anónimo, su cobarde traje gris o marrón, de hombre de oficina. Se lo han pagado con sangre. Mientras Manolete, envuelto en su hermoso traje de torear -de grana y oro-, navega hacia lo desconocido. Bajo la tierra materna de Córdoba, bajo los viñedos y el olivar, o las doradas mieses oreadas por el viento, que ya eran suyas, que ya formaban parte de sus dehesas, y que no podrá gozar nunca, porque vuelve otra vez, pobre y desnudo, como cuando empezaba.
Con Manolete se nos va un trozo de nuestra alegre juventud; amaneceres fríos por Bubierca, camino de Zaragoza, sobre la tierra roja, agrícola, con labriegos medio adormilados en sus bufandas, sobre mulas viñateras, cargadas de racimos. Y aquella cena en las bodegas de Haro, con olor a cueva, entre toneles con telarañas, cuya espita abríamos ante una vacilante llama de candil.
Ruidosas ferias de Logroño, de rojos pimientos y vendimiadores con sandías en los tendidos de sol; de Sevilla, entre azulejos, caballos enjaezados con cascabeles y palomas; de Málaga pescadora y añil; de Barcelona gótica y bizantina con su plaza de cúpulas azules; de Madrid con tapices del Montepío o la Beneficencia, en la delantera de grada; de Lima, con su plaza del Virrey Amat; en los Andes, bajo el vuelo de los negros gallinazos, con monosabios mulatos y negras que vendían "anticuchos" de corazón de toro.
Manolete, durante estos duros años de posguerra, ha sido alegría de España.
Poblachones de largas calles, de polvo y moscas, que destellaban sol -un día al año-, con su capotillo de paseo. Monótonas capitales de provincia, de dominó, lluvia y tristes miradores entre acacias, que bullían con el hervor de la feria.
En el cuarto del hotel, sobre las sillas vulgares de los comisionistas, colgaba su taleguilla bordada de lentejuelas. Y llegaban gentes de Bilbao, de Jerez, de Barcelona, escritores, políticos, banqueros; y en el aire cursi del casino (por una vez con Grandes de España), las señoritas provincianas le pedían autógrafos para sus abanicos. Se olvidaban hasta los problemas sociales. El limpiabotas, cordobés, preguntaba: "¿Qué hora es, señorito?" "Las seis y media." "Él, estará matando su segundo toro."
Había pisado, vencedor, todas las arenas; las oscuras del Norte; la arena color de playa de Madrid y aquella de la Maestranza de Sevilla anaranjada, como el desierto por Villa Cisneros; y en todas aparecía plantado como un árbol, con raíces, haciendo girar en torno a su cintura, con la faja color salmón, al negro toro, como si fuera un satélite. Se deshojaba en pétalos de naturales. Y la sombra de la cabeza del toro, con sus dos cuchillas, se proyectaba, inquieta, sobre su inmóvil muleta.
Una noche de estrellas en Ancón, en la costa peruana, en casa del gran aficionado Pancho Graña (cercanos a una barca antigua sacada del fondo del Pacífico por un reciente maremoto), me decía, graciosamente, explicándome las angustias del pase natural: "Hay que ver lo que es estar, casi entre las astas, enseñándole la franela y gritándole: '¡Toma, torito!' Y el torito mirándonos a la montera."
Y como elogiase yo su actitud valiente de hincar los talones en la arena, añadió con el lúgubre acento de un presentimiento:
-Pero un día me pueden quitar para siempre los pies del suelo.
Y ya están sus pies hacia adelante, calzados con las aladas zapatillas de torear; sus pies, que ya no volverán a pisar sobre la tierra.
-Tiene cara de palo -decían-; no sonríe nunca.
¡Pero cómo iba a sonreír, si sentía la muerte dentro; si veía sus alas traslúcidas en la alegre puerta del paseíllo! ¡Si cuando cenaba con unos amigos, o bailaba o besaba a una mujer, ya pastaba la amarga hierba de las marismas el toro que tenía que matarlo!
-Eso de torear mirando al tendido lo ha aprendido de Llapisera -afirmaban sus enemigos.
Y hay algo de verdad; porque la vida trágica de Manolete comienza, en la banda musical de Los Califas, con el toreo cómico. Y acaso ese comienzo sea más dramático que su propia muerte a pleno sol del triunfo. Manolete empieza a torear como un tristísimo payaso, con trajes alquilados, grotescamente holgados para su delgadez de muchachito pobre y mal comido; empieza con lentejuelas sin brillo entre esos enchisterados bufones siniestros del toreo -que yo prohibiría- que juegan a la baraja delante del becerro y abren un paraguas ante su agonía, bajo la luz de quirófano de los focos, con luna sobre la plaza, y donde la sangre derramada del bicho semeja el vino vomitado de un juerguista trasnochador.
Pero olvidaban que ese pase de Llapisera estaba jalonado de cipreses. Que no hay nada más valiente que lo cómico en el borde de la tragedia definitiva. Que la fiesta de toros sería de ballet afeminado, si en la frente del toro no brillase una guadaña.
Hace unos años, un grupo de escritores le ofrecimos a Manolete una cena en los salones isabelinos de Lhardy. Le íbamos a explicar, literariamente, lo que era su toreo. Que muchas veces la literatura sólo sirve para razonar sobre el misterio inaprensible de los hechos. Y ante la catarata de "Pasifaes" mitológicos, centauros, "Cretas" y minotauros, Manolete resumió, con sabiduría antigua y no aprendida:
-Algo hay de eso.
Algunos nos criticaron por entonces. Pero ninguno de ellos ha izado como él, en los tejadillos de Méjico, Puebla y Jalisco, Bogotá o Lima, entre los cactus o las pitas del rópico, la bandera de España.
Creo que Manolete ha sido el mejor torero que ha existido. Se le tachó de avaro y se ha llevado a la tierra la Cruz de Beneficencia, por su generosidad; de monótono, pero la perfección no es divertida. De que sus toros no ofrecían peligro, y ya está allí, abrazado a su propia muerte, para desmentirlo. Yo no soy un técnico para explicar su toreo; lo que sí digo es que había algo de milagroso en aquello de sujetar la testuz cabeceante del toro al ritmo lentísimo, al abanico terrible, de su pase con la izquierda.
Sé que alegró muchos domingos y muchas tardes de España; que amó a su Patria; que hizo gritar "¡Ole!" y "¡Viva tu madre!" a gentes de color que hablaban quichua y juntar, en el aplauso, a las cobrizas manos de los aztecas.
Sé que hizo brotar en mi país refranes, coplas, pasodobles, esculturas, versos y cuadros famosos. Que se escribirán romances y se compondrán sevillanas sobre su muerte. Que en un mundo utilitario de ganaderos y mecánicos supo ofrendar su vida de veintinueve años, rico, feliz y amado por las mujeres, para que su figura, ante el peligro, no perdiera ni un ápice de armonía.
No quiero llorar, burguesamente, su partida, aunque como amigo siento dolorido el corazón. La Belleza es una joven diosa que no admite ancianos en su lecho. Como el Espartero, como Granero, como Joselito, ha muerto en plena juventud. Sin las vulgares tardes del café en el colmado o en su casa, vacía, de la retirada. Sin el monótono parral sosteniendo al crepúsculo, de su cortijo sin aplausos.
Ya ha quedado fijado en la leyenda y en las coplas de los ciegos (que son los últimos trovadores de España), perennemente joven y para siempre vestido de luces.
Manolete: amigo mío, desde estas orillas, sin corridas, del Plata, vaya mi adiós definitivo a tu eterno silencio, no mucho mayor que tu sobria mudez, de cuando andabas sobre el mundo.