lunes, 17 de agosto de 2009

CAMBA EN SAN SEBASTIÁN








EL CASINO Y LA NATURALEZA




Por Julio Camba

9 de Octubre de 1917


Actualmente sólo funciona un teatro en San Sebastián. No hay espectáculos. No hay baile. No hay restaurants nocturnos... ni apenas diurnos. La Policía, con el menor pretexto, clausura aquí todos los lugares de diversión y sólo quedan para disputarse al veraneante estas dos potencias sobrehumanas: la Naturaleza y el Casino. Juan Jacobo Rousseau experimentaría un serio disgusto al ver que el Casino va venciendo. Anatole France, en cambio, para quien la civilización es una lucha constante del hombre contra la Naturaleza, sonreiría encantado.
Porque no hay duda ninguna: la ruleta tiene mucho más éxito que el paisaje, con ser tan hermoso el paisaje de San Sebastián. Poco a poco, los alrededores de la bella Easo van quedándose sin clientela. El Casino les arrebata todos los parroquianos, y este triunfo es tanto más notable cuanto que, frente al cielo azul, al verde mar, a los bosques sombríos, al sol radiante y a las montañas augustas y solemnes, la dirección del establecimiento no ha puesto más que una esfera giratoria con treinta y siete números.
 
Es, como si dijéramos, la bancarrota de la Naturaleza. En honor de la verdad, sin embargo, conviene advertir que el triunfo del Casino no ha sido cosa muy fácil. La Naturaleza ha hecho esfuerzos prodigiosos. A veces ha organizado días espléndidos, con una temperatura deliciosa y una luz ideal. Los más amigos del Casino sentían entonces deseos de pasarse al otro bando. Su conducta anterior respecto a la madre común se les aparecía de pronto como una injusticia y experimentaban vivos deseos de rectificarla.

–¿Vamos a encerrarnos en el Casino en un día como éste? –exclamaban–. No, nunca. Sería una verdadera vergüenza...

Pero, después de almorzar, el cielo comenzaba a nublarse. Malas lenguas afirman que era el Casino quien preparaba los nublados.

–No hay nada imposible para los croupiers –sostenían.

Naturalmente que ninguna persona razonable puede considerar en serio semejantes rumores. Lo indudable, sin embargo, es que el cielo se nublaba. Un descuido de la Naturaleza, un momento de debilidad, ¡qué se yo! Entonces millares de personas, hábilmente diseminadas por los hoteles y cafés de San Sebastián, prorrumpían en gritos estentóreos:

–¡La galerna!... ¡La galerna!... –vociferaban.

¿Eran alquiladas estas personas? Yo tampoco lo he creído nunca; pero lo cierto es que todos los entusiasmos por la Naturaleza se amortiguaban de un golpe.

–¿Lo ven ustedes? Si aquí no se puede salir... No hay más remedio que meterse en el Casino...

El Monte Igueldo especialmente, tan bonito y tan próximo a la ciudad, le hacía al Casino una concurrencia terrible. Claro que el Casino hubiese acabado por dominarlo; pero ¿para qué perder el tiempo?

–Ya que la montaña no viene a mí, yo iré a la montaña –pensó la dirección.

Y la dirección fue a la montaña y puso en ella unos cuantos caballitos y ya nadie mira el paisaje sino los caballitos, y la Naturaleza ha sucumbido una vez más.
Hoy el Casino no necesita ya hacer esfuerzo ninguno para atraer al veraneante. El veraneante le pertenece por entero. Estos días está haciendo un tiempo magnífico y, sin embargo, los alrededores de la ciudad se encuentran desiertos a todas horas. La Naturaleza ha perdido el prestigio en San Sebastián. Lo ha perdido... a la ruleta.

(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones)