lunes, 24 de agosto de 2009

"CORRIDA DE CORRIDA" EN EL PUERTO DE SANTAMARÍA

El cartel

El artista

El torero



José Ramón Márquez

There were three men came out from the west/
their fortunes for to try



I

Un hombre a quien todo le resulta fácil. Termina el paseo y la Plaza estalla en una ovación. Es el homenaje a quien hace unos días cayó herido en esta misma arena. Todo el mundo espera ansioso que se produzca el milagro del arte.

Un señor dice:
“Pues yo soy de Morante, aunque no he tenido la suerte de verle nunca.”

Ahí se resume la magia que este hombre despliega. Se ha creado una especie de secta, cuyas jaculatorias suenan como un “Ole” o como un “Bien”. Y esa oración se produce exactamente cuando el toro se aproxima al percal del torero, cuando éste inicia el lance, o bien cuando da un pase por bajo con la franela. Sólo con que el toro se aproxime al torero suena: “Hare Krishna, Ole, Bien. Tuyo es el Reino, Ole Bien” Porque aquí ahora no hablamos del toreo, sino de las creencias. De la resurrección de entre los muertos, del eterno retorno. Aquí se le han transferido a un hombre de La Puebla del Río los atributos de Osiris y de Apolo, que cada día renacen, y en esa creencia las gentes portan ramos de romero y entonan sus plegarias a aquella divinidad: "Ole, Bien". Van a ver a Morante como se va a una romería de un santo milagrero esperándolo todo, la sanación de los enfermos, la verónica honda, la afirmación en la fe, la largura del derechazo,...
Y el torero, imbuido de su papel celestial, crea su particular estación de penitencia con su peculiar liturgia de gestos y actitudes, con su paso y sus costaleros, en la que tan sólo hay un armado, El Lili.

¿Qué más da si estuvo mal o bien? Estuvo, fuimos santificados y basta. ¡Ole, Bien!

II

Un hombre atrapado en un torbellino. Un torero que pretende huir del maelstrom agarrado a una muleta. Una tauromaquia inexistente basada en hacer que el toro circule en derredor, preparándole para un éxtasis final de absurdas cercanías. Esa es la lección que dicta Sébastien Castella. Los minutos pasan y él despliega una variedad de lances, de pases, de adornos, pero que no sirven a ningún fin. El torero sólo espera ir agotando al toro para dar lugar al gran fuego de artificio de las cercanías. Por ello cuando el toro saca genio, cuando no permite que el torero se confíe e invada ese terreno de intimidad ante los pitones que entusiasma a las gentes, que llena de horror a las madres, que excita a los jóvenes, la faena de Castella queda desnuda y huera, puesto que la conclusión natural del trabajo del francés es provocar en el público la emoción del riesgo extremo, como el funambulista que cruza entre dos rascacielos por un alambre.

Pero ese desapego del propio cuerpo, ese desapego de las propias normas del toreo, del oficio de torear, esa tauromaquia del susto y de lo emocionante es una pura expresión de juventud y sólo como tal sirve. No es posible imaginar a este hombre dentro de diez años, porque las gentes en vez de ver a un joven que desprecia el riesgo, verían a un viejo suicida, y el torero perdería el favor de los que ahora se espantan ante la posibilidad de que esa carne atlética sea rozada por el cuerno. Castella está atrapado en el torbellino, como se decía más arriba y de ese hado no le salva la muleta, sino el propio cuerpo.

III

Un hombre que sólo sabe torear. No es un artista, ni un funambulista. Es solamente -¡solamente!- un torero. Se abre de capa y nace la verónica suave y mandona ganándole terreno al toro en cada lance: una, dos tres cuatro. Y, llegando al tercio, la media verónica: una por un pitón y otra por el otro, y después la airosa revolera –el capote en plano horizontal, girando alrededor de la vertical del hombre- para salir andando. ¡El toreo! O bien el capote parando cuidadosamente al toro, alargando los brazos en el remate hacia arriba, cavilando desde el principio en la faena de muleta que después vendrá. ¡El toreo!
Y la muleta, en la que está el mando y la técnica. Y la muñeca que ordena el recorrido del toro. Y la cabeza que no para de pensar. La cabeza a la que se ve pensar en mitad del muletazo. Y el adorno alegre para salir de la cara del toro. ¡El toreo!

Pero El Cid juega con desventaja, porque las gentes desconocen el toreo –hablemos sólo y compasivamente de las gentes que compran entradas- y desconocen que hay más riesgo ante el toro que viene galopando que permaneciendo a tres centímetros de los pitones, porque el gusto por la firmeza en la lidia, por el poderío, por la torería son aspectos que deben ser elaborados, que no aparecen por revelación, y eso es, quizás, mucho pedir en estos tiempos. Por ello el esfuerzo que cada tarde tiene que hacer este hombre es ímprobo, ya que se ve obligado, casi como una maldición, a tener que estar siempre bien.

IV

Las gentes, el público ocasional e incluso los que viven de los toros están mucho más a gusto ante un santón que ilumine un camino o ante un extravagante que con el supuesto desprecio de su cuerpo les de la ilusión de salir de la vulgaridad de la vida cotidiana. Ambas ilusiones sirven de perlas a los intereses de los que van un día a los toros a divertirse, de los que venden entradas para asistir a las corridas y de los que viven de dar sus explicaciones a lo que ha pasado en las plazas. De esa actitud han sido víctimas desde Guerrita hasta Gallito o Enrique Ponce, pero los aficionados hemos aprendido a vivir con ella.

El toro de "corrida de corida" en El Puerto