Por César González-Ruano
Hace casi treinta años que las revistas y los diarios traían de cuando en cuando el nombre de Vicente Pastor como una curiosidad de los que andaban a la caza de reportajes y veían en él al torero antiguo, ya retirado, a quien podía escarbársele en el recuerdo y preguntarle un poco lo de siempre: si era verdad o mentira lo de la decadencia del arte nacional, que si eran mejores los toreros de entonces o los de ahora, etcétera.
En el barrio de Embajadores ya tenía esa popularidad cansada el señor Vicente. Se levantaba tarde, y al mediodía, ya comido, grave y parsimonioso, se iba al café con un puro encendido, para luego, con tiempo y majestad, ir a la plaza como espectador. La gente hablaba de otros toreros. Se discutía sobre Márquez o sobre Cagancho, sobre Marcial y el Niño de la Palma. Los viejos aficionados suspiraban por cuando se muleteaba de verdad, con la mano izquierda. Alguien, al paso del señor Vicente, reconociéndole, decía, estirando el cuello: “¡Ése sí que toreaba! ¡Ése!”
El señor Vicente, entre jacarandoso y envarado, vecino, nada más ni nada menos que de la calle de Embajadores, torcía, dando chupadas a su puro, por la calle de los Estudios, entraba en la Plaza Mayor por la calle de Toledo, llegaba, en fin, a la Puerta del Sol. Él se había retirado a los cuarenta años, y había dejado un buen recuerdo. El señor Vicente tenía también una modesta, pero sólida posición. Terminada ya la corrida, en la que nunca aplaudía, ni, naturalmente, protestaba, el señor Vicente, de Embajadores, volvía a su casa, grave y parsimonioso. Dejaba el sombrero en el perchero, entraba en el comedor, donde había la fotografía ampliada de una niña de primera comunión, besaba a su madre, con quien vivía. También vivía con ellos una sobrinita. El señor Vicente cenaba y otra vez a la Puerta del Sol, al café Universal. Era soltero. No volvía a entrar en la calle de Embajadores hasta las dos o las tres de la mañana. Le gustaba pasear por el Madrid solitario.
Ahora apenas hay diferencia. El señor Vicente sigue yendo a los toros, sólo ha tenido que suprimir la noche, porque se cuida. Se acuesta a las diez y pone la radio.
Vicente Pastor me ha citado en el Círculo de Bellas Artes, donde viene todas las tardes casi desde la inauguración del casino.
–¿No hubiera sido mejor vernos en su casa?
–En mi casa no hay nada. He ido regalando los carteles de toros que tenía, y al Aldeano lo regalé también.
–¿Quién era el Aldeano?
–El toro de Veragua con el que me dio la alternativa Mazzantini. Tenía allí, sobre el sillón de mi despacho, su cabeza, pero un día se la regalé, para el museo, al marqués de la Valdavia.
–¿Cuándo tomó usted la alternativa?
Esa fecha no se le olvida nunca a ningún torero –contestan todos, sin vacilación, con una precisión absoluta.
–En Madrid, el 21 de Septiembre de 1902. Mazzantini y yo matamos, mano a mano, los seis toros.
El señor Vicente está enfrente de mí en la terraza del Círculo, donde hemos subido para hacer unas fotografías. Es un hombre de mediana estatura, con un aire discreto de menestral adinerado. Se parece, físicamente, a Pastora Imperio. Los ojos, muy vivos, son entre azules y verdes. La nariz, porrona, tiene la piel revuelta, como si hubiera recibido una perdigonada. Va, con sus setenta y seis años, tieso, las piernas un poco combadas. Tiene los brazos desmayados y el pisar firme. Hay en él algo de soldado romano en una procesión de Semana Santa.
–¿Y la última corrida?
Eso tampoco se le olvida a un torero.
–Aquí en Madrid, en Mayo de 1918.
–¿Y se retiró usted con dinero?
–Sí, lo que pasa es que tuve reveses, calamidades... Me quedé sin nada. Ya sabe usted lo que hizo el Madrid conmigo. Gracias a ellos tengo algo. Por eso soy un hincha del Madrid.
–¿Cuánto, exactamente?
–Ciento cincuenta mil pesetas con novecientas setenta y dos.
–¿Las guarda usted?
–En el banco. Puedo vivir tranquilo.
El señor Vicente hace una vida muy ordenada. De cuando en cuando va al cine o al teatro, siempre a los toros y alguna vez al fútbol. También le gusta la pelota y con frecuencia iba al frontón.
–Las variétés me gustaban mucho.
Por las tardes, en una de las ventanas del Bellas Artes, charla con sus amigos. Ya se disolvió aquella peña del Universal, donde cenaba con un público de aficionados e incondicionales. Jugó al dominó.
–Céntimos... Por pasar el rato.
Bajamos a la primera planta. Nos sentamos en el mismo diván. Antología de voces. Un sol ya vencido entra por las grandes ventanas.
–¿Cómo se despertó en usted la afición a los toros?
–Muy joven. Tendría yo catorce o quince años. Iba a un colegio de frailes y estudiaba el oficio de guarnecedor de coches. ¿Se acuerda usted del Niño de la Blusa? Yo también iba vestido con un largo blusón. Algunas tardes hacíamos novillos, y una, estando en las barandillas aquellas que había en el Prado, vi pasar un coche de toreros que iba a la plaza. Me monté en la trasera. Algo me llevaba allí. La afición es como un gusano. Cuando llegamos a la plaza, sin dudarlo demasiado, me colé escalando. Mire usted: me quedé deslumbrado. Era una novillada. Al final, me eché a la plaza, pero no me dejaron. El otro domingo pude pisar la arena y lidié un poco uno de los embolados que entonces soltaban.
Empiezan las capeas. Pero no han de durar para él mucho tiempo. Vicente Pastor va siempre por aquí cerca: Getafe, Ciempozuelos, Fuencarral.
–¿Quiénes eran los grandes toreros que usted admiraba entonces?
–Acababa de matar un toro al Espartero. Toreaba Mazzantini... Pero yo era “revertista”. A mí el que me gustaba era Reverte.
–¿Y de todos los toreros?
–Hombre, yo creo que Joselito fue el más grande, el torero más completo.
–¿Toreó usted con él?
–Muchas veces, y lo traté también a él y a todos los gallos. ¡Qué grande era!
Hablamos de las cosas eternas: la diferencia entre antes y ahora. Quiere uno siempre evitar este capítulo un poco bobo y, sin embargo, no hay manera.
–El máximo que yo cobré fueron siete mil pesetas por corrida, y eso cuando era un mano a mano. Una sola vez, doce mil pesetas, matando yo los seis toros. No se ganaba entonces como ahora, que cualquier torero puede retirarse rico a los veintitantos años. Claro que eran tiempos muy distintos, muy distintos en todo..., pero peores.
–¿Cuánto valía una buena entrada’
Ocho pesetas la barrera de sombra en las grandes corridas.
Vicente Pastor siempre fue soltero. Ése es un tema quizá delicado, pero imprescindible de tocar.
–¿Por qué fue eso, querido Pastor?
–Mire usted, cuando yo toreaba me parecía pronto para casarme, y luego, de pronto, me pareció tarde. No se trataba de que me asustara el matrimonio, no. Me parecía algo tan magnífico que no creía yo que había derecho a amargar a una mujer con todas las inquietudes de la profesión, con las cogidas...
–¿Cuántas cogidas tuvo usted?
–Cinco cornadas me dieron. Bueno, pues, como le decía... Luego, cuando me retiré, quise casarme, pero aquello no salió.
–¿Y qué piensa usted que es mejor?
–Hombre, eso yo no puedo saberlo. Igual me podía haber ido muy bien que muy mal. Digo yo que cuando Dios no lo ha querido...
–¿Qué afición tuvo usted, o tiene todavía, aparte de los toros?
–Yo no he tenido nunca más afición que el toro. Hice cosas por puro ejercicio físico, pero en realidad sin gustarme. Lo mismo me daba ir de caza que jugar al billar.
–¿Qué número hace usted en el Madrid?
–El 44.282. El club me regaló una insignia de brillantes.
–¿Pero a usted le gusta de verdad el fútbol?
–Hombre, de verdad, no; pero soy madridista.
Humo. Conversación. Coñac y café. Tertulias. Los ascensores que suben y bajan. Los socios y las parejas del cine. Se va haciendo de noche. Dentro de poco, el señor Vicente cogerá la calle de Alcalá, llegará a Sol y luego a Embajadores. Según llega a su casa, algún vecino le irá saludando: “¡Buenas noches, señor Vicente!”
Y un chaval preguntará acaso que qué es lo que fue el señor Vicente. Y el abuelo le echará una mirada casi avergonzada: “Mira tú que preguntar quién fue el señor Vicente!...”
Pero la vida es así.
(Publicado en Arriba, el 30 de Abril de 1955. Imagen vía
http://www.fotosconhistoria.canalhistoria.com)