viernes, 26 de enero de 2024

La larga sombra de Lenin en España



Javier Bilbao


En octubre de 1936, días antes de aquel tan célebre como distorsionado episodio del paraninfo protagonizado por Unamuno, cuenta el escritor Nikos Kazantzakis (el autor de Zorba, el griego) que apenas acudió a su despachó le saludó aquél con esta airada diatriba: «¡Estoy desesperado! Desesperado por lo que está ocurriendo en España. Se lucha, se matan unos a otros, queman iglesias, celebran ceremonias, ondean las banderas rojas y los estandartes de Cristo ¿Cree usted que esto ocurre porque los españoles tienen fe, porque la mitad de ellos cree en la religión de Cristo y la otra mitad en la de Lenin? No, en absoluto… Todo lo que está ocurriendo en España es porque los españoles no creen en nada ¡En nada! Y como no creen en nada, están desesperados y actúan con salvaje rabia… El pueblo español se ha vuelto loco. El pueblo español y el mundo entero».


Sin ánimo de contrariar a tan enérgico carácter, no le negaremos que hubo mucho descreimiento, rabia y locura en aquellos sombríos días tanto dentro como fuera de España, pero también, ciertamente, una buena provisión de esa «religión de Lenin». Un personaje del que a la vista de su legado mejor celebrar su muerte antes que su nacimiento, de la que se cumple hoy domingo, exactamente, un centenario. Con dicho motivo podríamos recordar su doctrina sobre el terror como herramienta «utilísima” e «indispensable» —que con tanto ahínco se practicó en nuestro suelo— o tal vez repasar su legión de imitadores, como el infausto Largo Caballero alias «El Lenin español»… pero como nuestros días tienen también sus propias urgencias que atender lo más oportuno ahora será centrarnos en su encendida defensa del «derecho de las naciones a la autodeterminación», recogida en un ensayo del mismo título escrito por él en 1914 que terminaría convirtiéndose en uno de los dogmas fundamentales  de la izquierda. Hasta el presente.


¿Por qué aquel texto tendría particular importancia en el contexto y la historia de nuestro país? Hace un par de semanas ya abordamos la cuestión del origen de los nacionalismos periféricos que afligen a España a partir del libro Románticos y racistas: orígenes ideológicos de los etnonacionalismos españoles, una obra muy apreciable que por eso merece ser objeto de análisis, debate y crítica. Como pueden leer lo dicho aquí no hará falta repetirlo todo, basta esbozar lo siguiente: si bien en su origen decimonónico tal como señala su autor eran ideologías influidas por el idealismo/romanticismo alemán, profundamente racistas y, si se quiere, proto-nazis, lo ocurrido en la primera mitad del siglo XX podría haberlas dejado plenamente obsoletas, muertas y enterradas en el cubo de la historia… de no haber sido capaces de reinventarse en buena medida gracias a Lenin.


Así, los nacionalismos periféricos, a la manera de Tarzán, en el devenir histórico soltaron una liana para agarrarse a otra sin llegar a caerse, dejando atrás sin excesivos remordimientos su afinidad doctrinal al bando derrotado en la 2ª Guerra Mundial para reencontrarse a sí mismos en el ideario ahora emergente del derecho de autodeterminación, la descolonización de posguerra y, en definitiva, el marxismo-leninismo. El primer jefe de ETA, Xabier Zumalde, decía que su ejemplo a seguir no fue el PNV, sino el Ché, el Vietcong y el FLN argelino. De la misma forma, recuerdan aquí, «Fanon fue una lectura obligatoria para los nuevos militantes de ETA», concretamente su obra Los condenados de la tierra, aquel libro señero de la izquierda anticolonial con prólogo de Sartre y título inspirado en el primer verso de La Internacional. Otra obra de gran influencia en el nacionalismo vasco a partir de los años 60 fue Vasconia de Federico Krutwig, que expresamente renunciaba al catolicismo y al etnicismo de Arana —aquel que comprobó la vasquidad de los 128 primeros apellidos de su mujer antes de casarse con ella— para sustituirlos por una ancestral mitología pagana recién inventada y una fantástica visión del País Vasco como colonia sojuzgada por un imperio que debía autodeterminarse a la manera de las africanas y asiáticas. En Galicia y Cataluña podemos encontrar ejemplos en la misma línea.


Pues bien, difícilmente lo anterior hubiera sido posible sin la convicción de Lenin en el derecho de autodeterminación, primero en el texto citado que ahora analizaremos y finalmente en la propia constitución soviética, que amparó tal «derecho» de forma que terminó provocando la disolución misma del régimen, así como la de países de su órbita que también lo recogieron en sus ordenamientos legales. Fue el caso de Yugoslavia una vez los comunistas llegaron al poder en 1946, con el resultado final tristemente conocido… En el caso de nuestro país, el Partido Comunista de España, fundado en 1921, pasó a recoger esta doctrina en 1932 bajo su secretario José Díaz Ramos, que luego sería sustituido por Dolores Ibárruri, reincidente en el mismo error de reconocer «el derecho de Cataluña, Euzkadi y Galicia a disponer libremente de sus destinos», una causa para la que «la clase obrera de nuestro país, como la clase más consecuentemente revolucionaria, y que lleva en sí misma el futuro de una España socialista, debe ser la más interesada en la defensa del derecho de estas nacionalidades a la autodeterminación». En las hornadas posteriores de izquierdistas la cosa no ha mejorado.


La primera impresión que uno se lleva al asomarse al foco de la infección que es ese texto llamado El derecho de las naciones a la autodeterminación es la arrogancia e intransigencia con la que Lenin se expresaba, así como el dogmatismo con el que encajaba a martillazos una realidad histórica compleja en unas pocas categorías preestablecidas. El tiempo demostró lo rotundamente equivocado que estuvo en sus planteamientos, pero ahí lo vemos responder a Rosa Luxemburgo tratándola de tonta del bote con constantes alusiones personales llenas de desprecio a ella y a todo aquel que no comulgase fielmente con él, como Trotski (se entiende la deriva posterior de los acontecimientos…) El motivo central de la pugna está en la cuestión polaca, por entonces territorio sometido a Rusia y Alemania y la identificación —correcta, hay que decir— de Irlanda por Lenin como una colonia inglesa que deberá independizarse, cosa que lograría buena parte de la isla unos años después.


En su opinión, Europa occidental ya habría culminado sus respectivos procesos de construcción nacional en el periodo que va desde la Revolución francesa hasta la unificación de Alemania, pero otro cantar sería el caso del lado oriental. Ahí empiezan los problemas. Como considera que esa región no ha dado aun plenamente el paso del feudalismo al capitalismo —uniformizador de lenguas, costumbres y leyes en un mismo mercado nacional— entonces en tal heterogeneidad prefiere distinguir entre naciones opresoras (Rusia) y naciones oprimidas (toda su periferia) estableciendo así «la tarea práctica principal, tanto del proletariado ruso como del proletariado de toda otra nación: la tarea de la agitación y propaganda cotidianas contra toda clase de privilegios nacionales de tipo estatal, por el derecho, derecho igual de todas las naciones, a tener su Estado nacional».


A partir de ahí salta a la paradoja de que «el reconocimiento del derecho a la separación reduce el peligro de disgregación del Estado», comparándolo con el derecho al divorcio, cuyo reconocimiento no dañaría a los lazos familiares, sino que, dice, los reforzaría. Mediante un argumento que en España nos resulta sospechosamente familiar considera que dotar de más autonomía o independencia a cada región hará más fluida la convivencia entre todos, por ello «¿no está claro que, cuanto mayor sea la libertad de que goce la nación Ucrania en uno u otro país [dividida entre Rusia y Austria, en aquel entonces], tanto más estrecha será la ligazón de esa nación con el país de que se trate?» Más de un siglo después, convertida ya Ucrania en un Estado independiente, podemos constatar que su relación con Rusia no es muy buena. Vemos un fallo en ese argumento.


En sorprendente desconocimiento de las inercias identitarias e históricas, Lenin consideraba que «las masas de la población saben perfectamente, por la experiencia cotidiana, lo que significan los lazos geográficos y económicos, las ventajas de un gran mercado y de un gran Estado y sólo se decidirán a la separación cuando la opresión y los roces nacionales hagan la vida en común absolutamente insoportable». La realidad ha demostrado que esto es falso: la propaganda y el adoctrinamiento pueden ocultar cualquiera de esas ventajas tan evidentes e inventar cualquier opresión.


En resumen, la evidencia histórica ha demostrado clamorosamente que Lenin se equivocó: el derecho a la separación sí disgrega el Estado, no mejora la relación entre las partes, sino que la deteriora y que la población puede no llegar a ver las ventajas de la unión. No dio una. Además, está la cuestión fundamental de perfilar qué sería una nación sin Estado, con qué criterios étnicos/culturales o de otro tipo habría que trazar esas fronteras imaginarias; y que, contra lo que él sostenía («en el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de todas las naciones hay un máximo de democracia y un mínimo de nacionalismo»), reconocer un supuesto «derecho» de autodeterminación es, en sí mismo, una asimilación del ideario nacionalista y una ruptura de la democracia común. Por lo tanto, un referéndum de independencia en Cataluña, pongamos por caso, sería ya una derrota para toda España y un sometimiento de todos los españoles al nacionalismo catalán, por el mero hecho de celebrarlo, independientemente del resultado ¡Ojalá podamos quitarnos a Lenin de encima antes de que sea demasiado tarde dejando constancia en fechas como la de hoy de que está ya bien muerto!  (aunque no enterrado).


Leer en La Gaceta de la Iberosfera