domingo, 7 de enero de 2024

En busca de la prevalencia de los idiotas XXVI: los inmigrantes en la Atenas clásica



Martín-Miguel Rubio Esteban


Ya hemos dicho en una entrega anterior que la Democracia Ateniense fue siempre muy exclusivista, y que la ciudadanía estaba más vinculada a la parentela y a la vecindad de los propietarios de Atenas que al hecho de compartir los valores que la Democracia defendía. Son ciudadanos los “autóctonos”, aquellos que han brotado del suelo (chthôn) de Atenas, tal como nos cuenta, entre otros muchos, Licurgo en su Leócrates, 41. Los “politai” son “autóchthonoi”, “syngeneîs” (parientes) y “oikeíoi” (vecinos). Cuando a Sócrates se le propone salvar la vida huyendo de Atenas, éste manifiesta a Critón que las leyes le recuerdan que ellas lo han engendrado, alimentado y educado. Las leyes de Atenas, no las leyes de otra ciudad, no las leyes de la moral general. Entre Atenas y la ciudad creada por Platón existe más de una comunicación secreta: si analizamos el papel que Platón da a la mayor parte de los extranjeros que salen en sus diálogos, la inmensa mayoría (alrededor de un 85%) tienen un papel más bien siniestro y peligroso –v. gr. el extranjero Trasímaco interviene “como un animal salvaje” para definir la justicia como el interés del más fuerte, en tanto que los atenienses que salen en sus diálogos son en su inmensa mayoría de buena índole y humanitarios. “Los atenienses cuando son hombres de bien, lo son en un grado excepcional” (vid. Leyes I, 642 b-d). Los extranjeros en Atenas podían vivir en la ciudad si cumplían tres requisitos:


Deben practicar un oficio industrial que les permita vivir de alquiler; así, gran parte de las fábricas de Atenas (armas, zapatería, enseres de labranza, ropa, etc.) estaban en manos de los metecos o extranjeros residentes. Sólo los próxenoi (especie de hijos adoptivos de la ciudad) y evérgetai (grandes bienhechores de la ciudad) podían tener el derecho de poseer una pequeñísima fracción de suelo ático mediante un decreto ad hoc para cada uno aprobado por los idiôtai en una Ekklêsía Kúria (recordemos que es la Asamblea principal de una pritanía —período de 36 días—). Porque, efectivamente, tal como analiza Marx en sus Grundrisse la propiedad en Grecia y Roma es quiritaria, esto es, una cosa sólo propia del ciudadano autóctono.

Deben cumplir el servicio militar («ephêbeía») para poder alquilar una vivienda y comerciar. Sabemos que muchos remeros de las naves de guerra (trirremes) eran metecos.

Deben pagar de modo vitalicio el impuesto de “metoíkion”, que suponía aproximadamente un 10% de su renta anual.

El meteco tiene que estar vinculado a un ateniense que lo representase como tutor en los tribunales.

     Platón, en su Ciudad/Atenas ideal, exigía dos condiciones más para que los extranjeros pudieran vivir en “su” Atenas:


Su derecho a residencia está limitado a veinte años, si su conducta es buena —solamente algunos evérgetas o bienhechores y grandes mecenas de la ciudad pueden, a título excepcional, obtener el derecho de residir hasta su muerte: v. gr. Herodes Ático obtuvo el título de ciudadano ateniense por los grandes edificios que levantó, como el Odeón, el emperador Adriano también por su templo a Zeus, etc.—.

En cuanto a los hijos de los metecos, a condición de que también tengan un oficio, los veinte años empezarán a contar cuando cumplan los quince años (vid Leyes, VIII, 850 a-d).

     Ser ateniense, e hijo de atenienses tanto por parte de padre como de madre, era un requisito insoslayable para poder integrarse en la sociedad ateniense. Nadie nacido de un matrimonio mixto podía ser ateniense. El cuerpo de ciudadanos siempre fue hermético y endogámico. Sabemos que el gran meteco Aristóteles enseñó retórica en la Academia, pero no fue él el sucesor de Platón sino el ateniense Espeusipo, y los atenienses Polemón y Crates vendrán después. Sabemos que los esclavos y libertos estaban mucho más integrados en aquella sociedad democrática que los metecos. Así, Pasión, antiguo esclavo, como su hijo el liberto Apolodoro, fueron quizás las personas más ricas de la Atenas Clásica. Lo étnico era políticamente más importante que la humanidad abstracta, que se relacionaba con la ética, pero no con la política. El propio Marx, en la obra ya citada, que en tantas cosas desmiente el marxismo canónico, señalaba que aunque las oscilaciones de la emigración afectan escasamente la relación absoluta entre el capital y la fuerza de trabajo empleados en cada país, consideraba, sin embargo, fundamental el concepto de nacionalidad, y recuerda cómo Lord Dufferin diferenciaba a ingleses e irlandeses por su derecho o no a la propiedad de la tierra. Ahora bien, aunque los metecos no podían poseer tierras sí podían tenerlas en alquiler y cultivarlas ellos mismos o sus esclavos. Nos llama la atención el gran número de esclavos que solían poseer muchos extranjeros residentes. Así, los hermanos Lisias y Polemarco, ilustres metecos, tenían el mayor taller conocido de escudos y rodelas, y en él empleaban ciento veinte esclavos.


    Debemos considerar la tierra como muestra del status de ciudadano ateniense, y no como inversión. Descartada la tierra, los extranjeros tenían que vivir de la manufactura, el comercio y el préstamo de dinero. Pronto los metecos se hicieron indispensables para la koinonía o comunidad. Se hicieron necesarios precisamente porque los ciudadanos no podían sacar adelante todas las actividades que eran necesarias para la supervivencia de la comunidad. Jenofonte, en su opúsculo Caminos y Medios (o Beneficios), en griego Poroi, vocablo que se puede traducir por cualquiera de esos tres términos y que engloba a los tres, sugiere medidas para incrementar el número de metecos, “una de las mejores fuentes de beneficios”: pagan impuestos, se sostienen a sí mismos y no reciben paga del Estado por sus servicios. Dado que son vitales para la economía ateniense incluso propone librarlos de la pesada obligación del servicio de infantería y dar asientos reservados en el teatro y otras formas de hospitalidad a los mercaderes extranjeros que lo merecieran por su utilidad social. Propone abrir más plazas de mercado y construir más casas de descanso y hoteles en el puerto de El Pireo para ellos. Además añade la posibilidad de que el Estado pudiera construir  su propia flota mercante y dar en arriendo sus propios barcos a los productivos extranjeros. Al final de la obrita aquel otro discípulo de Sócrates nos señala: “He explicado qué medidas deberían ser tomadas por el Estado para que cada ateniense pueda ser mantenido a expensas del común”. Esto es, la extranjería se constituía como una de las fuentes que aportaba más ingresos al mantenimiento de la Democracia ateniense, de la cual ellos no participaban en derechos, pero sí en obligaciones, si bien Atenas era también para ellos la tierra de las oportunidades económicas. Este hecho hará decir a Finley: “Lo que nosotros llamamos economía era propiamente negocio exclusivo de extranjeros” (Estudios sobre historia antigua, 1974 ). El meteco Aristóteles define al meteco y al extranjero como el reverso del ciudadano en su status jurídico y político. Así, en Política, III, 1, 1275a3 nos dice “el ciudadano no lo es por habitar en un sitio determinado —pues también los metecos y los extranjeros participan de la misma residencia—, sino que se define por participar en la administración de la justicia y en el gobierno”. Aunque meteco, Aristóteles siempre vio a los extranjeros de Atenas con hostilidad y aprensión, afirmando que no debían jamás participar de la ciudadanía (“metalambánein tês politeîas”) ni pasar por las calles inadvertidos (tò lanthánein) (Política, VII, 1326b14). ¿Estaría pensando en un tipo de vestidos para ellos? Lo curioso del caso es que vuelven a actualizarse las precauciones aristotélicas y de la Democracia Ateniense en general en relación con los extranjeros en países de espíritu tan occidental como Italia, Hungría, Polonia, Holanda o Suecia. ¿Renacimiento de la sabiduría clásica o mala experiencia sin más por no haber utilizado el sentido común? Pues que parece sensato pensar que deben portarse bien, contribuir más en la riqueza nacional que esquilmarla como sanguijuelas parásitas que viven del corriente sanguíneo del huésped, no participar en el destino político de lo que nunca será su patria, y defender la patria que te acoge. La Democracia Ateniense así lo hizo, lo mismo que la mayor parte de las Repúblicas del Mundo Clásico, entre ellas la propia Roma, tal como se desprende de la maravillosa “Oratio pro Archia poeta”, de Cicerón, que nos convence con infinita belleza retórica de la pasión que debemos sentir por las humanidades y los poetas, pero que es su peor discurso, a juicio de Tácito, por sus argumentos jurídicos y políticos. Por eso perdió el pleito. Se trata de un proceso por usurpación del derecho de ciudadanía romana. Roma se mostró siempre reacia a conceder la ciudadanía a los extranjeros; pero algunos fueron consiguiendo el preciado título de la “civitas” por una de estas tres formas:


1ª Concesiones particulares muy bien razonadas que podían ser hechas por los magistrados con “imperium”.


2ª La «lex Acilia Repetundarum», que concedía la ciudadanía a los extranjeros que acusaran o hicieran condenar por concusión a un magistrado romano. ¿Cómo no conceder la ciudadanía a un extranjero que denuncia y desvela los crímenes de un político corrupto? Esa sí que es una buena ley a favor de los extranjeros y de los autóctonos, en cuanto que el extranjero participa en la salvación del autóctono.


3ª Concesiones del Estado hechas por los Comicios centuriados o tributos (las dos principales Asambleas del pueblo), a propuesta de un general, para premiar a combatientes extranjeros destacados por su valor.


     Pero la largueza con que muchos generales habían concedido la ciudadanía y, sobre todo, la amplitud y liberalidad de Julio César, fueron causa de numerosos abusos y falsificaciones. Para acabar con aquella situación, el tribuno de la plebe C. Papio hizo aprobar en el año 65 una «lex Papia de peregrinis», por la que se creó un tribunal especial encargado de juzgar las causas de usurpación de ciudadanía. Fue entonces cuando surgieron innumerables pleitos sobre la usurpación de tal derecho, y en el año 62, apoyado en dicha Lex Papia, el pompeyano y conservador Grattius acusó al poeta Aulo Licinio Arquias de usurpación de la ciudadanía romana, que se había cobijado en la familia de los Lúculos. Cicerón lo defendió por tres motivos de puro interés personal:


Arquias había sido su maestro de poesía.


2º Arquias le prometió ensalzar en un poema épico los actos realizados durante su consulado, sobre todo la represión de la conjura de Catilina.


3º Encontrar una ocasión propicia para congraciarse con la importante familia de los Lúculos, con quienes había cortado al apoyar Cicerón a Pompeyo para que el Senado le diese el mando sobre las tropas en la campaña de Asia, en contra de la pretensión de Lucio Lúculo. Podemos, pues, afirmar, como dice muy certeramente Gaffiot que “Le pro Archia est bien un pro Cicerone, mais il est pardessus tout une profession de foi politique”. Dicho esto, el discurso de Cicerón se erige como una de las más bellas banderas enaltecedoras de las letras.


    Atenas y su Ática tenían en el período clásico una población de unas 315.000 personas, de acuerdo a las investigaciones de Robert K. Sinclair, Democracia y participación en Atenas, obra que tradujimos en su día (1999) para Alianza Editorial. Los atenienses propiamente dichos, hombres mujeres y niños pertenecientes a la clase ciudadana, sumarían unos 175.000, los esclavos 100.000 y los metecos, extranjeros residentes, entre treinta y cuarenta mil. Esto es, los extranjeros “nunca” pasaron del 12% de la población total en Atenas, y eso que Atenas fue la ciudad más hospitalaria del Mundo Clásico. Más aún, Atenas fue reduciendo el número de extranjeros en el siglo IV. Finalmente, nos llama la atención la justicia laboral que reinaba en la Democracia Ateniense. Todos los trabajadores, dependiendo sólo de su especialidad tenían el mismo salario.  Así, sabemos que en la construcción del Erecteo trabajaban codo con codo esclavos, ciudadanos y metecos, y todos cobraban idéntico sueldo (vid. Lisias 12.19, Jenofonte, Memorables 2.7.3-6, Esquines 1.97, Licurgo, Leócrates, 23.58, Demóstenes 27.9, Aristófanes, Pluto, 510-34).


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