Orlando Luis Pardo Lazo
El castrismo como una forma de la locura: amabilis insania, ¿recuerdan?
Es decir, el castrismo como arrebato poético. Un toque a degüello del alma que hizo trizas a toda una nación, para erigir sobre sus ruinas un molino de las maravillas.
Aspas reciclando aire o catedral erigida en el futuro, da igual. La utopía no tiene momento fijo. Y su materia prima son los muertos que bien matados están.
Que a nadie le quepa duda de esta verdad o vileza: no habrá reparación para los cubanos que se quemaron en el proceso. La Revolución Cubana fue una suerte de combustión espontánea. Arder ha sido, entre los cubanos, un arte atroz.
Cuando la Historia se descubrió a sí misma como karma científico ―Karl Marx dixit―, tuvimos que acudir corriendo pues se caía el porvenir.
El castrismo nos convidó a creerlo cuando dijo futuro. Y le creímos a pie juntillas ese parto a patadas. En cualquier selva del mundo, en cualquier calle de Isla. En cualquier foto de un paisaje vaciado de país.
Se equivocan los exégetas de la instantánea de este lunes, tomada por un tal Ahmel en La Habana del primer cuarto del siglo XXI.
Boris González Arenas, por ejemplo, narra en Diario de Cuba al Castillo de la Calle K como si fuera el “enemigo de una nación escuálida”.
Pero es precisamente al revés. La nación cubana, como corresponde a cualquier campamento militar, ha sido siempre la escualidez del castillo en sí. Romanza cruel, crimen romantizable.
De la Colonia al Comunismo, quien sobra en Cuba es El Quijote. Aunque lo más probable es que su estatua de alambrón nudista esté ahí sólo para reclamar a machetazos una tiránica tajada de totalitarismo.
Nadie “llegó lleno de ilusión”, ni a nadie tampoco “lo atrapó la mierda y se acostumbró”. Ningún “carro”, ni “secretaria”, ni “gran buró”, ni ninguno de esos provincianismos de la Nueva Trova han puesto jamás “un candado cerrado” en la imaginación de un poder a perpetuidad.
Se equivocaba Santiago Feliú, se equivocaba.
Aquel Quijote comunista no iría a parar a ninguna parte. Generación tras generación, fue El Quijote quien usó a los molinos para afilar a cojones su propia lanza. Como si de un lápiz se tratara. El mismo lápiz de escribir un poema, como quien rima atalaya con muralla y torreón con paredón.
Se equivocan los enamorados de la foto de este lunes, tomada por un tal Ahmel en La Habana del último cuarto del siglo XX.
Jorge Ángel Pérez, por ejemplo, narra en CubaNet cómo el fotógrafo “ha mirado a su entorno más reciente mejor que muchos, quizá mejor que todos”.
Pero es precisamente al revés. Como el fotógrafo sabe que ya no sabe mirar, se dedica entonces a desenfundar una despedida geométrica de La Habana. Alinea los mausoleos de la ciudad con las falanges de su osamenta. Es un alien que toma puntería como si tomara distancia, para no tener que hacer clic contra su propia sien.
En efecto, sus fotos son fantasmales y él insinúa ignorarlo. Pero se nota a la legua que ya no hay nada allí. Apenas unos días que se aprestan a pasar, un diminuto instante inmenso en el vivir, y nada más.
Iba a terminar mi columna aquí, pero hay más inercia que tiranía. Y se me ocurre que, en el código arcaico de las estatuas ecuestres, un caballo con las patas encabritadas significa una y únicamente una cosa: el jinete está muerto antes de equilibrarlo sobre su pedestal.
Precisamente por eso es tan curioso el encaprichamiento de los cubanos con fingir batalla.
Ahora sí podemos clausurar nuestra columna aquí. Digamos un adiós amable al Castillo con K de los López-Calleja a quienes Cuba les infartó el corazón. Fuimos tú y yo. Digamos adiós en paz a nuestros Quijotes enquistados en una conmovedora comemierduría de mierda con maravillas. Somos tú y yo. Y digamos, de paso, adiós a las fotografías fósiles de aquellos o los próximos arqueólogos que digamos que se llamaban Ahmel. Seremos tú y yo.