Vicente Llorca
Pasear por las calles de Zamora, una tarde de domingo en que la niebla y el aire frío suben desde la muralla, es regresar a la última ciudad de Castilla que aún permanece, pese a todo. A despecho de la helada, que no ha levantado en todo el día, las gentes caminan por la rúa de los Francos, se detienen a hablar a través de la bufanda que llevan, dan vueltas bajo los soportales de la Plaza Mayor –al fondo la silueta románica de la iglesia de San Juan, que preside la plaza. Hace un frío secular y poco espacio para frivolidades, pensamos.
Unas vitrinas por la mañana, en el excelente Museo Etnográfico de la plaza de Viriato, nombraban, en su simplicidad, la certidumbre de un mundo anterior, en el que todo estaba animado. La presencia de unos espejos en los sombreros, que rechazan el mal de ojo, o de unas cruces en los umbrales de las puertas en la comarca de Aliste. O la garra de un tejón sobre un dintel que recuerdan, a despecho de su condición de objetos aislados, la memoria de cuando el mundo estaba saturado, y todo guardaba un sentido. Una sencilla fotografía de las calles de Turégano, que yo había encontrado en otro lugar, había tenido la misma cualidad: la de recrear todo un universo, cansado y polvoriento, en su imagen única de las calles de barro y piedras, en la que unas viejas conversaban en una esquina.
Los garitos zamoranos a los que en algún momento anterior acudíamos estaban en la calle de Balborraz, la trabajosa calzada que desde la plaza desciende en cuesta hacia el río. Pero ahora ésta está vacía. Un comentario nos advierte que dejó de ser frecuentada cuando advirtieron que no había forma de acceder en coche a ella. En su lugar encontramos otra calle, en la trasera del Ayuntamiento, apenas iluminada pero que revela la luz de varios tabancos desde la acera. Entramos en uno pequeño, ciertamente atractivo, que se encuentra asediado por unas grandes vitrinas con botellas sombrías en la pared y un seductor aroma a costillas asadas desde la puerta.
En una noche de invierno no hay mejor refugio que un local oscuro, dentro de la muralla, mientras la helada continúa afuera, allá en el Duero.
Los vinos son todos de Toro y yo me permito comentarle a la amable mesonera que en sus tiempos eran algo recios.
Eso era antes –me contesta sonriendo–. Ahora los hemos refinado.
Si el vino que nos trae, oscuro y terrenal, está refinado uno se pregunta cómo sería éste antes del refinamiento.
El profesor García, que nos acompaña, tiene la respuesta.
Esos de antes serían sin duda los vinos que tomó el noble Gonzalo Ordóñez de Lara cuando desafió a los zamoranos tras la muerte del rey Sancho.
“Yo vos reto, zamoranos,
Por traidores fementidos;
Reto los chicos y grandes,
Y los muertos y a los vivos (…)
Y a los que están por nacer,
Hasta a los recién nacidos;
Reto el pan, reto las carnes,
Reto las aguas y el vino,
Desde las hojas del monte
Hasta las piedras del río”.
Zamora ha sido cercada de nuevo, convenimos al punto, y la conversación deriva inevitablemente hacia la figura del regicida Vellido Dolfos, que es llamado “el alevoso” en los romances tradicionales. Aquél que matara al rey Sancho II junto a las puertas de la ciudad, en el llamado “Postigo de la Traición”. Pero una interpretación más tardía, nos recordaba de nuevo el profesor, dudaba de esta primera versión, escrita desde el bando del rey que había de arrebatar su reino a su hermano Sancho. Luego a Alfonso, refugiado en Toledo; a su hermana Elvira, la de Toro y ahora cercaba la ciudad de la reina Urraca, a cuyo servicio, se insinuaba, había actuado el llamado traidor.
El rey Fernando, aseveraba el profesor, había hecho jurar el testamento según el cual dividía el reino entre sus hijos:
“Allá en Castilla la Vieja,
Un rincón se me olvidaba;
Zamora había por nombre,
Zamora la bien cercada (…)
¡Quien os la tomare, hija,
la mi maldición le caiga!
Todos dicen amén, amén,
sino don Sancho, que calla”.
La helada estaba cayendo ya, inmisericorde, y el regicida era el motivo de la conversación, entre un vino no tan sutil y un queso de la zona de Aliste, algo más misericordioso.
Vellido Dolfos en la interpretación clásica de Juan de la Cueva aparece ya insinuado como el que liberó a la ciudad del perjurio y la traición del rey Sancho, que faltó a todos sus juramentos.
Siempre, hasta nuestros oscuros días, fue un asunto ciertamente grave el de faltar a la palabra dada. Isabel, castellana de adopción desde que un curso llegó destinada al valle del Duero, quiere recordar que en el reto legendario de Diego Ordóñez a todos los zamoranos el romance afirmaba que:
“Retados son de traidores
De alevosos son llamados;
Más quieren todos ser muertos
Que no traidores nombrados”.
Zamora ha sido cercada de nuevo, convenimos otra vez. Nunca podré entender, aún más que el perjurio, la absoluta indiferencia con que el tirano asiste a sus felonías, sin que se le mueva una pestaña. Y antes de perpetrar la siguiente.
En ese punto, inspirados por el romance castellano y la uva Tinta de Toro –que no ha descendido un grado en su noble terquedad– acordamos salir a la calle de nuevo, defender la muralla asediada, combatir sin descanso al tirano, al felón, al traidor, al miserable.