MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
Desde finales de 1936 hasta principios de 1939 el socialista Félix Torres fue el señor de horca y cuchillo de Valdepeñas, ciudad de lejana retaguardia, siendo su alcalde y presidente del Comité de Defensa. Asesinó él mismo o a través de sus degenerados sicarios a 200 personas de derechas de una población que no pasaba de los 26.000 habitantes. Si quitamos a niños, mujeres y ancianos, supone una masacre del 3% de población masculina inerme. No sin razón algunos historiadores lo han llamado el Pol Pot de Valdepeñas. De entre todas las sacas, destacó la de la noche del 29 al 30 de agosto con 42 personas asesinadas y previamente torturadas. Pero su ferocidad y contundencia asesina no se reducía al término municipal de Valdepeñas, sino que su letal manus longa llegaba a otros pueblos y ciudades, como Santa Cruz de Mudela, Castellar de Santiago, Moral de Calatrava, Almagro, Ciudad Real, Miguel Turra, Alcubillas, etc., por lo que las víctimas de su vesania fanática probablemente pasaron de las 1000, cuando en toda la provincia se llegaron a 2.000 asesinatos. Siempre que tenía oportunidad de aniquilar al enemigo ideológico la aprovechaba de forma inmediata. Así, el 13 de septiembre de 1936 un convoy que trasladaba 35 personas desde Santa Cruz de Mudela a Alcalá de Henares tuvo una parada en la estación de Valdepeñas, y tras hacerlos bajar del tren se les fusiló sin ningún tipo de contemplaciones. Pero lo malo no era que esta bestia humana te matara. La muerte no era lo peor, sino la forma de morir. Cabezas aplastadas con piedras, desollamientos en vivo, mutilaciones de genitales que colocaban en la boca de los presos, descuartizamientos en vivo, cuerpos arrastrados por automóviles, incluso violaciones post mortem. La muerte se hacía un premio para los pobres derechistas o simples católicos que cazaba Félix Torres. Si eras sacerdote, como v. gr. don Jesús Gigante, los horrores eran aún más dantescamente creativos, sofisticados y espeluznantes. Te podían sacar los ojos con una cuchara. Convertidos en puro dolor eran arrojados a la fosa aún agonizantes. Contaba con el apoyo de otros sayones sanguinarios como Marcelino Astiz, Miguel Rojo Camacho, Valentín López Cuesta, Diego Ropero, Víctor Roldán Toledo, Saturio Madrid, Jaro Turo y el célebre Eduardo Chinchilla Arce, de quien llegó a hablar el dramaturgo, también valdepeñero, Francisco Nieva, describiéndolo como un archiasesino y vulgar canalla. Tanto se propasó en la tarea de eliminar gentes de derechas que el propio pueblo pidió el ajusticiamiento de Chinchilla, y el propio Félix Torres se vio obligado a eliminarlo por su caprichoso desbordamiento criminal. Tocado de megalomanía este Calígula socialista de Félix Torres puso su propio nombre a uno de los batallones reclutados en Valdepeñas, a un nuevo Hospital Municipal, y hasta a un establecimiento de antituberculosos que la guerra no dejó terminar. Pues bien todo el conocimiento de todo este horror guerracivilista que, sin duda, tuvo que tener su réplica en la otra parte del frente, debe servirnos como vacuna política para que jamás los españoles, por una parte, volvamos a repetir estos actos monstruosos entre hermanos y, por la otra, reconozcamos que en aquella maldita guerra civil ambos bandos pasaron con creces la media de horror tolerable que supone la guerra más cruenta y brutal y que, por tanto, no nos podemos permitir hablar de malos y buenos, sin caer en la corrupción intelectual por afán de torvo interés político. Pues bien, todos estos datos históricos y hasta estupefactivos –que, por cierto, confirman en gran parte el Martirologio de Ciudad Real– están sacados del último libro del historiador Francisco Asensio Rubio, Medio siglo de socialismo en la provincia de Ciudad Real, quien ya nos atrapó con una obra anterior, Chaleco, el héroe valdepeñero de la Guerra de la Independencia, de quien, a pesar de toda su legendaria heroicidad y valor probado, el autor también desvela los puntos oscuros del personaje, como su desclasamiento, oportunismo y codicia. Pero lo verdaderamente ejemplar de este historiador es su militancia socialista, que jamás le ha impedido “neutralizar su corazón”, que diría Baudelaire, a la hora de hacer historia. Son este tipo de historiadores con ideología propia, tanto de izquierdas como de derechas, capaces de denunciar con contundencia y paladinamente a los canallas de la historia que blandían una ideología –en realidad, la canallocracia es prepolítica–, sin importarles que ésta coincida o no con su propia mundivisión, los que nos dan esperanza de que en España acabe triunfando el sentido común de las personas moderadas y honestas, aquellas que no están pervertidas por credos totalitarios o tocadas por graves patologías que se manifiestan en todo su esplendor cuando la mala fortuna les dota de poder sobre los demás. Si la barbarie iguala a todas las ideologías en una guerra civil, la honestidad y el conocimiento deben siempre sobreponerse sobre los credos numantinos y los enroques irracionales. Decía Chateaubriand que nunca percibimos la realidad de las cosas, sino sus imágenes falsamente reflejadas por nuestros propios deseos y prejuicios, y es por ello doblemente meritorio que un socialista honesto –lo mismo que un historiador de derechas que sea también honesto– sepa mirar el mal histórico como mal, por muy contextualizado que esté, pues que ningún entorno o condiciones lo puede justificar. Se podrá como mucho explicar, pero jamás justificar. Sólo un buen corazón y una buena educación moral pueden separar el itinerario científico y las posiciones teórico-afectivas de un historiador. Sin duda, libros como éste del Sr. Asensio Rubio, escritos con el rigor de la ciencia y la verdad no endulzada por la concesión a las frases bonitas (tosquedad honesta), son el mejor antídoto para el veneno del fervor político, la superstición y el espíritu de facción. Como decía el gran David Hume, el partidismo, al lado del fanatismo, es la pasión más corrosiva para la moralidad. Chapelier siempre tuvo su punto de razón. La moralidad radica en los sentimientos imparciales. Por los demás, nuestra triste experiencia histórica corrobora que “las facciones políticas –sigue diciéndonos Hume– gestan las enemistades más atroces entre los hombres de la misma nacionalidad, cuando estos deberían ayudarse y protegerse mutuamente”. Es evidente que una democracia sólo puede desenvolverse sobre un mínimo de consenso moral de los ciudadanos, y no de los partidos del reparto patrimonial del Estado, que eso es lo contrario a aquel mínimo de consenso moral. Estos libros de verdades terribles, como es el del profesor Asensio Rubio, son terapéuticos, pues antigua y conocida es la historia de que tan sólo lo que hiere es capaz de curar.