martes, 30 de enero de 2024

En esencia Orlando Luis Pardo Lazo


Virgilio Piñera


De mi niñez recuerdo...


El rojo. Era mi color preferido. Ahora ya no prefiero ninguno. Ahora nada es tan intenso como al inicio del mundo. El rojo tejido en una enguatada hecha a mano, sobre el uniforme pioneril de Mayté, en los inviernos de los años setenta en aquella escuelita primaria Nguyen Van Troi que todavía existe (¿cómo los niños conseguíamos pronunciar semejante nombre?). Un rojo iluminador, como su sonrisa de cuarto grado. Un rojo manso y misericordioso en medio de la violencia natural entre niños, con sus ciclos de broncas y delaciones y lemas marxistas y amenazas de una “nota en el expediente” si te portabas mal. Un rojo salvador en las aulas devenidas jaulas, al menos para mi carácter introspectivo. Un rojo que nunca olvidaré y que acaso sea mi única posesión cuando muera. El rojo fuego eterno y efímero de mi primer amor.


De mi adolescencia...


El miedo. Cada cambio de clase, cada cambio de escuela, cada cambio de amigos (y en Cuba los amigos todos se van), cada cambio en el cuerpo (y en la adolescencia el cuerpo es siempre misterio y milagro): el miedo lo minaba todo. Un miedo excitante, que daba ganas de vivir. Un miedo de felino que observa, presto, a ratos artero, a la vez que teme ser observado. Un miedo que era puro tiempo presente cristalizado, tensión y atención máximas. Un miedo de luz, de lucidez atroz. Un miedo que cuando se pierde luego deja como un eco hueco en tu vida. Y entiendes entonces que has comenzado poco a poco a incubar tu cadáver.


La isla es...


Nunca. La Isla es una prisión donde la libertad sí tiene cabida. Ser felices en medio de una guerra grosera. Ignorar la línea ilusoria de las alambradas, cruzarlas de primera intención. El disparo por la espalda será entonces nuestra última y definitiva liberación.


Sueño...


Sueño que soy inmortal, como William Saroyan, todavía incrédulo de remate en su lecho terminal. Sueño que mis amigos muertos están a punto de renacer. Sueño que río y río y no puedo parar de reír, con una alegría tan desbordante que me despierto con falta de aire, atorado. A veces sueño que hago el amor, y resulta muy físico, y aún más premonitorio. Sueño que me cortan o que me disparan, pero es un sueño tolerable, y no se asocia con un complejo de persecución ni ningún lugar común por el estilo. Sueño con el diablo, aunque no creo en el diablo, pero siempre sé desde el inicio en los sueños en que se me aparecerá, trasmutado en gente querida, y son escenas de una luz muy opaca, pero preciosa. Sueño con Fidel, aunque no creo en Fidel, como William Figueras (ese otro poseso de las palabras), y en el sueño quiero complacerlo en todo para demostrarle que él hubiera podido confiar en mí. Y no hay ninguna asociación entre estos dos últimos sueños: no sean mal intencionados, por favor.


A la vida le pido...


Dejar de soñar. Soñar, agota. Agobia.


Lo que soy...


Me considero un escritor. Es decir, un lector. Alguien que practica la capacidad de asociación como instinto de conservación contra la desmemoria. Cada foto es un conato de relato mudo, un apunte. Cada performance o video, también. El arte es artimaña.


Ausencia de odio y rencor...


No tiene cabida. No puedo ni quiero darle cabida. Cuando ha irrumpido, ha sido terrible: una obnubilación suicida y mitad criminal. No sé odiar sin morirme y morir al mundo. Y luego el alma no sana nunca. Queda siempre una cicatriz (una psicatriz). Hay que ser un héroe de verdad (y no precisamente un patriota, sino todo lo contrario) para salirse de esas ráfagas de resabio patrio que deshumanizan al hombre. Yo lo he sido.


Me inspira...


Todo. El aire que inhalo y exhalo. Nada. El aire que inspiro y expiro. Mi escritura tiene algo de displacer, de contracorriente, de des-inspiración. Es un gesto forzado. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que lo natural sería el silencio. En ese sentido, soy una anormalidad. El idiota de la familia, el que ignora el sinsentido de la fidelidad. El que traicionará a los suyos, siendo el único que verdaderamente creyó en ellos y los amó.


Si fuese canción...


Seguramente una sin letra. O cuya letra no se entienda o nadie la pronuncie bien. Quién sabe si Because, de The Beatles, descubierta una madrugada de 1989 en Radio Progreso, mientras estudiaba como un endemoniado dostoiévskico para ingresar en Bioquímica en la Universidad de La Habana (y lo logré, a pesar de ser sólo 21 plazas a nivel nacional: la Seguridad del Estado no puede hacer nada ahora al respecto, ya no son dioses como en los tiempos de la Revolución). Quién sabe si Dreamer, de Europa, que ni el grupo Europa recuerda. Quién sabe si nuestro Himno Nacional, que a solas, sin esa fanfarria militar que en Cuba es sinónimo de sociedad, se deja escucharse como una melodía lánguida de derrota y amor (se llama libertad residual de lectura), como un acorde que nos acompaña mientras la vida cambia mansamente de color.


Si tuviese que escoger un poeta seria...


Uno malo. Uno que ya no use palabras, sino pedradas en prosa. Uno que nadie en el planeta libre pueda googlear. Uno cubano. Luis Marimón, por ejemplo, liando cigarrillos con los mecanuscritos de sus mil y un libros inéditos (antes de exiliarse y exprimir hasta la muerte súbita sus órganos con alcohol). Juan Carlos Flores, por ejemplo, resistiendo a la insania en su apartamentico desguazado de un cenotafio obrero llamado Alamar. O, mejor, uno peor: Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD), por ejemplo, maestro lama cuya poesía apócrifa deberé reescribir entera algún día.


Mi musa...


Gia. Gia, mi amor. Gia, la gatica que fue nuestra hija y nuestra mamá. Gia, la que lo supo todo y fue mejor que todos. Gia, la que vino traída por un golpe de viento en el barrido barrio de Buenavista y que, por un mediocre golpe de muerte mezquina, se nos fue en menos de un año, cuando yo quería que viviese para siempre junto a nosotros, incluso más que nosotros. Gia, la que hablaba a toda hora, en un lenguaje que no hacía falta traducir porque era la belleza absoluta. Gia, la que está enterrada en un patio de otro desvencijado barrio habanémico llamado Lawton. Gia, cuyos ojos eran planetas habitados. Gia, la de los labios góticos y la cola de zorra. Gia, a quien era inevitable hacerle el amor a trío (Silvia y yo fuimos la mamá y el papá de sus tres gaticos). Gia, mi amor. Gia.


Un cielo...


El de tu blog. El del nunca. Imagina un sky with diamonds but with no heaven. Ciertos cielos rabiosamente electrificados de Matanzas, ciudad de puentes que ya no giran ni dejan pasar los barcos (ni los trenes, ni los ríos de manantiales moribundos, ni el tedio del tiempo en plena post-revolución). El cielo copado de estrellas de un diciembre en Guadalajara, Jalisco, México, América del Norte (lo más cerca que estuve de esa obsesión nacional llamada los Estados Unidos, y donde todos me hablaban mal de los gringos y me forzaban, con tequila gratis, a hablarles bien de Fidel: mientras más despotismos yo les narraba, sólo conseguía potenciar su admiración). El cielo que no veré, el de un sueño donde los astros giraban hasta fugarse por el cenit para caer sobre la tierra (muchos años antes del filme Melancolía de Lars von Trier). Un cielo parecido, pero con la luna hueca en un verso de Elizabeth Bishop. La frase “mi cielo”, que tantos cubanos hemos aprendido a olvidar decirla, pero que sobrevive de cara al futuro que nunca será en el personaje de Francis, del Boarding Home donde se mató Guillermo Rosales. Esos cielos, mi cielo.


Un poema...


“Isla”, de Virgilio Piñera, escrito en la Cuba descascarada de 1979, a ras de su propia muerte tras una década decadente de ostracismo y tristeza totalitaria:


Aunque estoy a punto de renacer,

no lo proclamaré a los cuatro vientos

ni me sentiré un elegido:

sólo me tocó en suerte,

y lo acepto porque no está en mi mano

negarme, y sería por otra parte una descortesía

que un hombre distinguido jamás haría.

Se me ha anunciado que mañana,

a las siete y seis minutos de la tarde,

me convertiré en una isla,

isla como suelen ser las islas.

Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,

y poco a poco, igual que un andante chopiniano,

empezarán a salirme árboles en los brazos,

rosas en los ojos y arena en el pecho.

En la boca las palabras morirán

para que el viento a su deseo pueda ulular.

Después, tendido como suelen hacer las islas,

miraré fijamente al horizonte,

veré salir el sol, la luna,

y lejos ya de la inquietud,

diré muy bajito:

¿así que era verdad?


Desde este humilde blog quiero agradecer la amabilidad, generosidad y querencia al haber puesto entre mis manos parte de su esencia. Aquí la tenéis para que a partir de este momento pueda volar.