martes, 2 de enero de 2024

Navidades



Orlando Luis Pardo Lazo


De Julián del Casal conservo sólo su inviernofilia. Esas crónicas semanales donde se añora un invierno que dure meses en la Cuba decimonónica, para así disfrutar del silencio de unas calles ya apenas habaneras después del crepúsculo, “¡y que la nieve principiara a caer, colocando sus arandelas alrededor de los troncos de los árboles, poniendo sus caperuzas sobre las montañas eternamente verdes, y empezando a extender los pliegues del sudario en que todos nos hemos de abrigar!”


El frío, sus bizarrerías orientales, lo japoniche, una Cuba otra (menos cubana, más escritural). La nieve como un manto de misericordia o una mortaja sobre la patria déspota bajo la bota machorra de los iberos. El invierno como invención civilista, como resistencia de un poeta habanero que no tuvo los ovarios de coger un machete y salir a la manigua a decapitar.


Navidades de 1898. Nuestra independencia de España fue la manera cubana de estar más cerca del norte. La manía de contar en nuestra casa con los colores más comerciales del fin de año. Y villancicos en inglés, esa lengua libertaria. Para cambiar a la sacrosanta corona de Madrid por el muchísimo más humano Santa Claus de Manhattan (Miami todavía no sería Miami hasta la Revolución de 1959). Pero, poética y narrativamente, desde 1998 las Navidades cubanas se nos han ido devaluando en la Isla. Algo sutil se ha perdido en el aura vieja de la noche del 24 para el 25. En los diciembres de la dictadura, cuando los cristos estaban proscritos, flotaba alto el espíritu nocturno de resistencia contra esa prohibición por edicto. Algo triste y virginal y muy casaliano que, según han venido los Papas católicos a Cuba, se nos fue haciendo vulgar, barriotero, mundano, marxterialista. Hasta llegar al punto procaz de sufrir más de treinta grados Celsius los fines de año.


Mientras Cuba más se mimetiza con el resto del mundo, cuando demagogia y democracia parecen parónimos demacrados, mientras la gente más se entusiasma con el día después de (o se exilian el día antes), cuando en las vidrieras de invierno ahora venden propaganda castrista con candilejas navideñales, mientras menos y menos represivos sean los revolucionarios de guayabera y mercado, más y más remota intuyo la tumba donde hibernan aquellos textos de Julián del Casal.


Hoy deshabitamos una Habana que ya no exhibe en la Cinemateca su sinfín de películas lánguidas, presididas por Los paraguas de Cherburgo, musiquita maravillosa que mesmerizaba puntualmente nuestros fines de año, con un retintín de nieve y gasolineras intermitentes en la escena final con grúa, mientras los novios adolescentes nos poníamos bufandas para encajar en el ambiente europeo de nuestra calle 23. Ya no podría vivir sin ti, pero tú bien sabes que no será posible…


Otro diciembre me sorprendió en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (Jalisco, México). Desde los primeros días del mes, la ciudad se llenó de flores rojas que entonces yo no sabía ni nombrar. ¿Flor de Pascua? Los funcionarios me miraban como si yo les estuviera haciendo una broma. Todos eran intelectuales de izquierda, pero así y todo no se convencían de que yo venía de un país sin Navidades.


Sonreí ridículamente y les dije que sí, que por supuesto: los cubanos éramos un pueblo súper chistoso (de haber tenido el dinero hubiera huido a La Habana en el siguiente vuelo).


Por suerte hoy ya tenemos flores plásticas de color rojo pascual, y cadenetas luminotécnicas de 3 volts en las tiendas en divisas convertibles, al menos en las capitales de provincia (que nunca se saben en definitiva cuántas son). También se venden postales más o menos neutras en términos religiosos y revolucionarios. Y la barba cana del compañero caudillo Castro I se torna por esas fechas una reminiscencia de Papá Noel (con uniforme verde daltónico). Y, al fondo, en lugar de renos, una marea humana desfilando en clave de Photoshop ante la plaza pesebre de la Revolución, entre bamboleos bambis de la barbarie.


Una de esas navidades de los años cero, una muchacha medio asfixiada de su propia belleza me escribió desde Matanzas este poema como aguinaldo (resabio o reconciliación de su niñez entre el esplendor y el caos, entre su padre preso y después sin patria, entre el vértigo y el naufragio):


Cercenaron nuestra infancia en consignas vacías,

historias de mar, cárceles inútiles.

Nos arrancaron las manos

de construir castillos de arena,

las piernas de correr delante de la muerte,

la voz de cantar salmos,

los ojos de mirar a las estrellas.

Nos volvieron austeros, siniestros.

Han querido borrarnos el alma

pero nos queda el llanto y la rabia,

y la memoria como escudo ante tanta mentira.

Hoy todo es vacío y una densa paz ciñe la noche.


El día es para los ritos y, desde las misas locales de Juan Pablo II en 1998, es también un día feriado para roncar las comelatas de la Nochebuena anterior; para paliar las puñaladas de las broncas y los empaches e infartos en el hospital; y con suerte volver a emborracharse jugando dominó en familia o en una esquina del barrio. Mi amiga poeta y yo cumplíamos en ese diciembre nuestros 31 años. Nos unía una tenue orfandad. La misma que con 31 años Joseph Brodsky captó en su poema “24 de diciembre de 1971” (justo el año en que nacimos ella y yo):


Vacío total. Pero ante la idea del vacío

ves de pronto como una luz salida de ninguna parte.

Si el Monstruo supiera que mientras más fuerte es,

más creíble e inevitable es nuestro milagro…

En el rigor de esta ley reside

el mecanismo clave de la Navidad.


Y es que no hay Navidad sin memoria de los muertos recientes que se nos fueron y lo que se van a ir. De ahí que las masas de puerco frito bajen tan lentas por nuestra garganta, a cuentagrasas, sofritas con un regusto de latitud lejana, ajena, añeja. Consecuencias secundarias de Julián del Casal y su “suspiro por las regiones donde vuelan los alciones sobre el mar (y el soplo helado del viento parece en su movimiento sollozar)”.


“Casi tan gris como es el mar de invierno”, repetía la fanfarria nocturna de Radio Progreso. Aunque durante décadas mi generación interpretó que se trataba de una “casita gris” junto a ese mar imaginario del norte que resfría las costas de Cuba (en realidad, el Estrecho de la Florida es una corriente tibia y turbia del trópico, repleta de tiburones y de la osamenta anónima de miles de balseros huyendo de nuestro verano).


Mientras tanto, la prensa presa cubana aprovecha el naviderío para estamparnos las efemérides más fúnebres de la nación. De suerte que cada Nochemala leemos reciclados los titulares y testimonios de las Pascuas Sangrientas de 1957: asesinatos de Estado de un Herodes de apellido Batista, que sería herido de muerte en las Pascuas siguientes por un superhéroe de nombre Fidel (el evangelio según Castro).


Y, por supuesto, la TV nos colima en casa con la película Clandestinos, seguida de un Comunicado solemne con bandera e himno nacional, más las aleluyas alegóricas de un nuevo aniversario de la Revolución (el totalitarismo no es totalitarismo en absoluto, sino tiempo totalitario: árido).


Sea el solsticio o sean las saturnales de los Sagitarios —como yo—, a ritmo de villancicos o de reguetón, igual el nacimiento del niño dios en nuestra Cuba atea y supersticiosa me remite a una retórica remota, finisecular, prefidelista, donde imploramos un invierno que dure meses o milenios, para que el silencio sea el mejor sudario de esas calles promiscuas de La Habana siglo XXI (anagrama del XIX): “¿qué mejor mortaja que la de la nieve puede ambicionarse en un pueblo que bosteza de hambre o agoniza de consunción?”