Andréi Sájarov
Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
(Me gusta la transcripción de Czar del glagolítico, en vez de Zar, para recordar que viene del latín Caesar).
Después del primer año de guerra ruso-ucraniana, o guerra gran ruso contra pequeño ruso, la película de Christopher Nolan, “Oppenheimer”, tuvo un éxito enorme en todos los países. No fue ajeno a su éxito merecido el momento en que se estrenaba. La OTAN se comprometía abiertamente con un gobierno de nazis ucranianos, a los que prometía todo el armamento necesario para salir Ucrania victoriosa de la agresión rusa, que parecía tener como álibi salvar la vida a los rusófilos que vivían entre el Dniéper y la frontera rusa. El conflicto entre dos superpotencias atómicas, OTAN/Rusia, nos abría la posibilidad de morir todos abrasados por una guerra termonuclear, y la película de Nolan nos advertía de cómo los grandes descubrimientos de la física teórica en manos de la política podían acabar por completo con la vida en la tierra. Desde entonces esa espada de Damocles sigue pendiente sobre todas nuestras cabezas. En realidad, las bombas de Hiroshima y Nagasaki fueron de juguete si las comparamos con los ingenios atómicos que vinieron después, con la carrera armamentista, entre principalmente los EEUU y la URSS. El Reino Unido entraría en seguida en la competición. Cuando Kruschev y Bulganin realizaron una visita a Gran Bretaña en 1956 (Kruschev viajaba en visita oficial como miembro del Presidium de Soviet Supremo), el gran físico teórico acompañante, Kurchatov, se percató en Harwell, el gran centro atómico británico, en el que disertaría sobre los reactores reproductores de neutrones rápidos y el RTM (Reactor Termonuclear Magnético), de lo adelantados que estaban los británicos en armamento nuclear. En realidad, las bombas de Hiroshima y Nagasaki cogieron a los rusos con insuficiente tecnología para fabricar una bomba atómica de inmediato, si bien la posibilidad de la bomba atómica estaba ya en el magín de Yakov Zeldovich, Víctor Gavrilov, Isaak Pomeranchuk, Igor Tamm, y los jovencísimos Nikolai Bogoliubov y Andrei Sajárov. De acuerdo al libro de Robert Williams, Klaus Fuchs, Atom Spy, Fuchs, un emigrado alemán, que había trabajado en el Departamento de Física Teórica de Los Álamos durante la guerra entre 1943 y 1945, pasó a la URSS, por su propia iniciativa y por razones ideológicas, una importante información sobre la bomba atómica. Tendría más que ver con la pura ingeniería constructiva que con el concepto. Esta información robada explicaría la primera explosión atómica rusa el 29 de agosto de 1949. Posteriormente, bajo la batuta del diabólico Beria, el comunista más degenerado de la Historia, que ya es decir, según se desprende del discurso de Kruschev en el Vigésimo Congreso del Partido, escrito por Alexei Snegov, el Ted Sorensen de Kruschev, se construyó sobre un antiguo campo de concentración de presos políticos la Instalación, una ciudad secreta en la que los mejores físicos rusos se pondrían a construir bombas atómicas con tecnología de puro sabor ruso. La cuarta bomba (Joe 4; Joe en honor a Stalin y 4 porque era la cuarta bomba soviética) tuvo como principal artífice a Andrei Sajárov, quien fue felicitado por Georgi Maximilianovich (Malenkov, el nuevo presidente de la URSS tras la muerte ese mismo año del tirano sanguinario Stalin). Las tres anteriores bombas habían sido ingenios de fisión. Esta bomba de hidrógeno se explotó en Kazajstán el 12 de agosto de 1953. Un par de días después de la prueba, Sajárov visitó la zona de la explosión, con un mono especial contra la radiación y el polvo y un dosímetro. Se detuvo junto a un águila que tenía las alas dañadas y no podía despegar del suelo. Ordenó que la matasen por piedad. Durante las pruebas atómicas mueren miles de aves; echan a volar por el destello, pero caen en tierra, abrasadas y ciegas. A cien metros sólo de la zona cero Sajárov caminaba sobre una costra de residuos negruzcos que crujía bajo sus pies como si pisase ampollas de cristal. En noviembre de 1952, EEUU había detonado una bomba atómica en Eniwetok. Y parecía que los resultados eran mejores en la bomba de Sajárov, primera bomba de hidrógeno, si se puede hablar de “mejor” entre dos holocaustos. Sajarov fue nominado directamente, sin ser doctor si quiera, miembro de número en la muy prestigiosa Academia de Ciencias soviética, y se le concedió el título de Héroe del Trabajo Socialista, y se le recompensó con 500.000 rublos, una cantidad colosal en aquella época para un ruso. La siguiente hazaña sajaroviana, ya bajo Bulganin, quiso ser el lanzamiento de una bomba de hidrógeno en un cohete, pero una serie de problemas hizo que el cohete diseñado para la bomba sirviera sólo para poner en órbita el primer satélite artificial en 1957 y la nave espacial que llevaba a Yuri Gagarin a bordo en 1961. Se optó por lanzar desde un avión la segunda bomba de hidrógeno, y a fin de salvar la vida de los pilotos del avión se trabajó para que la bomba cayera en paracaídas lo más lentamente posible. La bomba se detonó el 22 de noviembre de 1955 junto al río siberiano de Irtish. Se formó una especie de pedicelo de hongo. Ondas de choque cruzaban el cielo en todas direcciones, emitiendo de vez en cuando unos conos blanco-lechosos y reforzando la imagen del hongo. Sajárov sintió un calor inmenso como cuando se abre un horno y el calor le da a uno en la cara, y esto ocurría en un tiempo helador y a ochenta kilómetros de la zona cero. Pasaron varios minutos y luego, de repente, la onda de choque expansiva se echó encima de los presentes, aproximándose a toda velocidad como Atila, aplastando toda la hierba. “¡Saltad!”- gritó Sajárov, mientras él mismo saltó al fondo de una trinchera, y todo el mundo saltó, menos un guardaespaldas, que salió volando por el aire. También murieron una niña y un soldado. En 1961, bajo Kruschev, se detonó un ingenio de potencia inusitada, la “gran bomba” o “la bomba de Czar”. Sajárov había optado por probar una versión limpia; esto reduciría su potencia, pero aún así la bomba del Czar superaría en mucho a cualquier carga explosionada anteriormente y sería varios miles de veces más potente que la bomba lanzada en Hiroshima. Al reducir el componente de fisión, la bomba minimizaría el número de víctimas por la precipitación radiactiva, pero el carbono radiactivo produciría, según el cálculo de Sajárov, un enorme número de víctimas en los siguientes “cinco mil años”. En esta su última bomba Sajárov contó con la ayuda de físicos como Adamski, Rabinovich y Feodoritov. La prueba de la gran bomba estaba programada para coincidir con las sesiones finales del Vigésimo segundo Congreso del PCUS. Kruschev contaba con su efecto psicológico. La nube de aquella bomba llegó a alcanzar la altura de ochenta kilómetros. Aún no sabemos en estos sesenta y dos años siguientes los millones de cánceres que habrá causado, y menos aún los millones de cánceres que causará en los siguientes cinco mil años. El número total de víctimas es escalofriante. Conviene recordar todo esto ahora que Irán golpea las bases americanas y un consulado con poderosos misiles, y que el alterado Zelenski se niega a reconocer que tiene que llegar a un acuerdo con Rusia si no quiere que se extermine por completo al pueblo que tiene la obligación de defender. Cuando se tienen armas de destrucción masiva siempre cabe el triunfo puntual de la locura. Los físicos teóricos crearon el arma más terrible de la historia humana, cuyo uso queda completamente fuera del control democrático de la Humanidad. Hoy volvemos a estar en peligro. No echemos más leña al fuego de los conflictos internacionales, luchando siempre por la paz.