Suna tenía de las nutrias el recontento, y de los castores, la obstinación. Un largo porque sí. Y otro largo. Y otro largo. Un sinsentido de tirabuzones y mortales como si en el frufrú de las parras, con la ansiedad del baño, se hubiera pimplado el mosto de las uvas. Salía del agua hecha una sopa de leche. Era el Hada Blanca del paisaje, la Ginebra en la Tabla Redonda del lago, nadando a contracorriente de la culebra, el cormorán y la rana. Era, al caer de cada tarde, un Oxford-Cambridge de Suna en una rebanada del Támesis, y por "Blue Boat", los restos de una botella de Acuarius. "Lo que se necesita", decía Pulitzer, "son hombres que naden contra corriente". Como Suna. Coño, Suna, ¿no estaríamos volviéndonos rusonianos, nosotros, de jugar en aquel "puro cristal de los regatos del que brotaron los primeros fuegos del amor" que dijo, con dos cojones, Juan Jacobo? Pero ahora Suna no está, y el lago se ha secado.