Si hay vida después de la vida (¡luz al final del túnel!), Suna reaparecerá algún día en el monte, a la salida de las conejeras que tanto la atrajeron, abiertas en las trincheras del 36, aunque absurdas como las del 14. Hasta ellas la llevaron las malas compañías de un perro de veras cazarito que le enseñó a rastrear y a escarbar, con el rabo a modo de baliza, por unas galerías que daban a la leyenda de una ciudad sin nombre donde la coquetería la hacía verse como una Jean Seberg en el camino de Lee Marvin y Clint Eastwood bajo la estrella errante y sin cena. En las raposeras montunas las pepitas de oro son las garrapatas. Suna, que no era de campo, se hizo campera, y después se negaba a pasear por la ciudad (¡menosprecio de corte y alabanza de aldea!), tomándola en la calle contra los pobres galgos de piso, descabellados como alfileres de corbata. Madrigueras oscuras de zorros sabios y conejos muy inquietos fueron su País de los Juguetes. El encuentro con Goro, que se llamaba Esteban, en el vientre de la ballena. Escarbaba, escarbaba, y salía a comprobar que nadie miraba. Volvía a entrar, y al volver a salir era una mueca del gato de Cheshire pintada en tierra. Tres inviernos duró aquel mundo de hadas.