Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En la espada de Cortés, decía el otro día el poeta Miguél Ángel Álvarez a mi Emilia Landaluce, lo que brillaba era la civilización.
Un 8 de noviembre dio Cortés en México-Tenochtitlan con el gran Moctezuma de la silla de oro, que salía a su encuentro. Ninguna ficción ha podido igualar hasta la fecha la hombrada de este español de Medellín que en los devaneos de la Historia sólo admite comparación con César o Alejandro, aunque de ninguno de los tres sea capaz de decirnos una palabra cualquier escolar de esta España “postfactual” que en la paz de la charca cultiva la conversación de las ranas.
Un arquitecto asociado a la Fundación Gustavo Bueno (al margen, pues, del consenso que mata la libertad de pensamiento), Iván Vélez, publica ahora “El mito de Cortés” (de héroe universal a icono de la Leyenda Negra), repaso y puesta al día de toda la literatura cortesiana.
El apunte que hace Vélez de la grande fiesta del Corpus Christi en la capital mexicana (“la solemne procesión compuesta por blancos, mestizos e indígenas, españoles y criollos, mostraba uno de los principales atributos civilizatorios del Imperio español: el mestizaje racial y cultural”) me lleva al recuerdo de lo que Gustavo Bueno contaba a Hughes en “El Cultural”, hace un año: la Iglesia la toma con Galileo por el atomismo (no por el geocentrismo), que dificultaba el dogma de la transustanciación, y desvió la atención con la astronomía porque temía más la negación del Corpus Christi, esencia del catolicismo, y que aquí, añadía Bueno, se negó como si tal cosa:
–Un día el ministro Ordóñez dejó de considerar el Corpus Christi como fiesta obligatoria. “Esto es la revolución”, pensé. ¡Y no se han dado ni cuenta!
Vuelvo a la belleza teológica del desafío tlaxcalteca a la divinidad de Cortés:
–Si eres dios de los que comen sangre e carne, cómete estos indios, e traerte hemos más; e si eres dios bueno, ves aquí incienso e plumas; e si eres hombre, ves aquí gallinas e pan e cerezas.