Abc
Donald Trump (¡el magnate!, que dicen los becarios) se presentó a la presidencia de América por una broma sin gracia de Obama y la ganó en un debate electoral cuando un señorín del público, que parecía dibujado por Mingote, preguntó a los candidatos si podían decir “algo bueno” del adversario.
–No sé, quizás sus hijos –concedió Hillary Clinton a Trump, sin rebajarse a mirarlo.
–Hillary tiene una virtud que admiro mucho: que no se rinde nunca –correspondió Trump.
La suerte estaba echada, pero los medios, incapaces de encontrar una oración en la Biblia, siguieron a lo suyo, que no es el periodismo, sino la propaganda. El periodista mira, escucha e intenta comprender para contar. El propagandista se cree sus propias trolas y ni mira ni escucha, pues intenta convertir para mandar.
Y en la intimidad de las urnas, con todo el voto oculto por el macartismo socialdemócrata, barrió Trump.
–Es que en las elecciones americanas tendríamos que votar los europeos –es la explicación política del fenómeno.
Ni siquiera recuerdan que los americanos salieron huyendo de Europa para poder ser libres. O felices (“felicidad” es la palabra más repetida por Tom Paine). Ganaron su libertad en guerra con el parlamentarismo inglés y en el camino inventaron (únicamente para ellos) la democracia representativa, un régimen de mayorías basado en la fuerza del “demos”, que no designa calidad, sino cantidad, idea aún hoy, otoño de 2016, inconcebible para la mentalidad europea, ajena (salvo Inglaterra y, a veces, Francia) a la cultura de la representación política.
Es en Europa, con sus partidocracias achacosas, donde vuelve, en cutre (¡y en los medios!), la controversia… por el sufragio universal (¡votemos únicamente los listos!), que parecía superada tras el enganche del publicista Walter Bagehot con el filósofo John Stuart Mill.
En la Europa de las partidocracias, debajo del término “populismo” sólo hay desprecio (y miedo) hacia el sufragio universal.