Maroto, el dispensador de la dignidad pepera
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Luego de mucho buscar en los cubos del 78, un juez descubrió que Rita Barberá, valenciana de Gutiérrez Solana (¡populista!, ¡populista!), había ingresado mil euros en la cuenta de su partido, que le devolvió dos billetes de quinientos, los “binladen” (porque nadie los había visto). Fue suficiente para montar el auto de fe (llamémoslo falla, por Valencia) que la partidocracia necesitaba escenificar para sus cosas. Entonces Rita Barberá decidió morirse de asco y su cadáver, oh, justicia poética, pasó frente al Congreso de los Diputados en una carretilla.
¡Cielos! ¡La carretilla de Sanson (el verdugo de París, no el juez de Israel)!
–Es la víspera larga de la muerte de cada uno lo que vemos en la muerte de “cada otro” –avisó Ruano.
A Rita no la mataron los mugrillas de Pablemos, que hacen su papel, que es el de las hienas en “El Rey León”, sino los trepillas del Estado de Partidos “que con tanto trabajo nos hemos dado”, y el abanderado fue Rivera, el nadador desnudo de Barcelona y jefe de Felisuco, cuya única solución a la gobernabilidad (?) de España pasaba por que los peperos se deshicieran políticamente de Rita Barberá, es decir, de veinticinco años de sí mismos, trabajo en el que destacaron Lucrecia Levy y Estilicón Maroto, el último romano.
Apartada Rita Barberá, la partidocracia se pone otra vez en marcha, con Rivera definitivamente abrazado a la nómina del Estado, que da más que el waterpolo y permite, ay, poner cara entre Eliot Ness rompiendo botellas de whisky y Robert Kennedy asesorando la crisis de los misiles mientras decretas un límite de dos personas para habitar un piso.
–Los demócratas del mundo –tuitea el nadador– echaremos de menos el liderazgo, la inspiración, la cercanía y sentido institucional del presidente Obama.
Por eso Ganivet propuso cerrar con cerrojos, llaves y candados todas las puertas por donde el espíritu español se escapó de España, y por donde hay que esperar que ha de venir la salvación.