Hughes
Abc
La jornada electoral de ayer fue extraordinaria. El escrutinio rojo de Trump avanzaba por el continente como el sol hasta un amanecer final en el que Trump, investido de la autoridad y aura presidencial, ya hablaba de otra forma. Era un acto formal en el que asumía la dignidad del cargo. No sólo fue el discurso: ya estaba actuando como presidente. Esa capacidad para asumir lo “solemne” de su nueva posición quizás no la esperaban muchos, pero fue inmediata y puede que fuera lo más importante de la noche.
De ahí salió lo demás: generosidad con la derrotada, conciliación, unidad, humildad, agradecimiento y un marcado énfasis en lo paternal.
Después de lo de ayer, resulta asombroso repasar las imágenes de aquella Gala de Corresponsales en la que el “encantador” Obama quizás fue demasiado lejos.
Tomó la palabra el cómico Seth Meyers (SNL y demás), se carcajeó a su costa sin contemplaciones, y luego remató Obama, esa especie de Fred Astaire de la oratoria, sin demasiada piedad. Todos se reían de “The Donald”. Era un festín demócrata.
Y ese “todos” era un trío simbólico que derramaba sobre Trump su altanería: Obama y el gobierno demócrata, los cómicos y el mundo del espectáculo y la prensa, en su rama impar de corresponsales extranjeros.
Las carcajadas no paraban y Trump escuchaba impasible. Las imágenes son sorprendentes. Se le ve de perfil, sin inmutarse, su lengua de pelo dorado hacia atrás, la mirada fija y sin parpadear. Parece un personaje de Clint Eastwood.
¿Acaso no eran las élites carcajeándose de él? Sufría en sus carnes ahí el agravio del americano rural.
Todos se reían de Trump, que a cambio ganaba la libertad de decir lo que se le antojara. Esa doble identificación parece que funcionó. Las risas petulantes de cómicos neoyorquinos, de políticos de Washington, y del corresponsal extranjero, quizás el ejemplar humano más conseguido de prejuicio socialdemócrata, caían sobre Trump como una humillante mortificación.
Todos se reían de Trump, que a cambio ganaba la libertad de decir lo que se le antojara. Esa doble identificación parece que funcionó. Las risas petulantes de cómicos neoyorquinos, de políticos de Washington, y del corresponsal extranjero, quizás el ejemplar humano más conseguido de prejuicio socialdemócrata, caían sobre Trump como una humillante mortificación.
Y ahí pudo cambiar algo.
Uno de los primeros votantes suyos, uno de los dos votantes republicanos en el pueblecito que inicia la jornada electoral, era un anciano al que en la CNN preguntaron por el sentido de su voto. “Trump, porque es un hombre libre. No le debe nada a nadie”.
Trump era objeto de mofa de cierta clase de gente, y también era libre de un modo absoluto: en lo que decía y en su capacidad de maniobra (quizás con lo de “magnate” se quiera decir eso: rico hasta la más absoluta libertad).
Esa gala parece que fraguó su venganza. ¿Estaba siendo Obama fiel a la dignidad del cargo al mofarse así de un americano? No lo parece. En Trump sí hubo una transformación ayer, como si estuviera imbuido, de repente, del espíritu de Lincoln. Veremos si dura. Sería maravilloso que durara. La solemnidad y trascendencia de la República, que es un República bajo Dios, personificadas en el héroe del “You’re fired”.
El caso es que ahí Obama quizás estuviera haciendo un mal negocio, porque la mirada de Trump y su resolución posterior no son las de una persona cualquiera. Donald Trump es un titán. Una de las biografías del siglo XXI.
Esto ya se puede decir sin que a uno le manden a la mesa de los niños.
Y Obama no aprendió, y volvió a reírse de Trump en una Gala posterior a la que ya no acudió.
Por el gran trumpiano Anderson he podido conocer un poco más sobre los orígenes de su determinación (hay también una vieja crónica de Carrascal donde ya lo anticipa, en un ABC de los ochenta, si no recuerdo mal). Un intercambio de tuits, nada menos. Trump es así: es como un Gatsby absurdo en su torre dorada, alguien que mezcla una venganza histórica contra el swingueante Obama con tuits insomnes, que reconduce el rumbo legislativo de América y se enzarza con un locutor.
La cena de la humillación fue en 2011. En esa mirada estaba tramando algo. Era el chaval de la Academia Militar activando el cronómetro de la venganza.
Algo tenía claro en 2013 cuando en Twitter se produjo este diálogo:
Russel Steinberg: @realDonaldTrump, if you hate America so much, you should run for president and fix things.
Donald Trump: Be Careful!
Y el resto es Historia.