José Ramón Márquez
No creo yo, como apunta cariñosamente y con excelente humor doña Lupi Flamingo, que José Tomás esté relacionado en modo alguno con el calentamiento global, ni con la crisis financiera, ni que haya tenido arte ni parte en la extinción del pájaro dodo –cuya memoria permanece viva gracias a Jorge Berlanga-, ni mucho menos en un hecho tan execrable como el asesinato en Dallas de John Fitgerald Kennedy. Tampoco creo que nuestro Comandante de Puesto favorito tenga nada que ver con el ataque a las torres gemelas de Nueva York, ni con el ‘record’ imposible de Bob Beamon en México 1968, con la llegada del hombre a la luna o con el desciframiento de la secuencia del genoma humano. Porque él es sólo un torero, con sus cosas, y no un demiurgo, como pretende parte de su feligresía.
Y a un torero le pasa lo que le pasa, que si le dejan, elige. Si ya el gran Pedro Romero demandaba ‘toros negros de la parte de Andalucía’, para quitarse de enmedio la posibilidad de que le echasen los jijones de Villarrubia de los Ojos del Guadiana, los navarros, o del Raso del Portillo, pues qué decir de nuestros días en los que tenemos internet, wifi, tweet y todas esas cosas.
El hecho diferencial es que este torero cada vez que se anuncia pone en movimiento un formidable aparato compuesto por su cohorte de seguidores, con esa procesión laica que le sigue por todas partes y que a mí me recuerda al cortejo que montó la reina Doña Juana en pos del féretro de su esposo muerto, con los torillos que le convienen, con los compañeros que estima adecuados para que le arropen perfectamente por delante y por detrás y con una troupe de juglares para cantar sus hazañas. Véase la diferencia entre lo que pone éste y lo que ponen los demás. Y la pena de éste en esta feria de Abril que va paseando por pueblos y ciudades, es que aunque se las pongan como a Fernando VII, el hombre sigue sin rascar bola.
El otro día en Linares, lo mismo: triunfo para Curro Díaz y el Comandante de Puesto que se vuelve al cuartelillo con la cara un poco más agria, viendo cómo el Titanic éste tan falso que se han montado hace aguas. Llevamos seis comparecencias en las que siempre ha sido otro el que ha triunfado, en los términos en los que los cobistas del Pétreo de Galapagar entienden el triunfo. Seis decepciones para esos públicos que esperaban ver o la inmolación de un hombre sin apego al cuerpo o la transubstanciación del toreo, o el fin de los tiempos, o el acabose, ¡qué sé yo! Bueno, pues ni lo uno ni lo otro. Un tío, un torillo y las cosas que ruedan mejor o peor, como a todos. Y la temporada a su rollo, sin que las idas y venidas del pétreo levanten más interés que el de sus harekrisnas, las fuerzas vivas de las localidades en las que se anuncia y los hagiógrafos de turno.
A este José Tomás le pasa como a Sean Connery en ‘El hombre que pudo reinar’, que le han tomado por el hijo de Sikander, Alejandro Magno, venido del fondo de los tiempos; pero aquí sólo hay un hombre, y si sangra, y hemos visto su sangre, ya sabemos que su naturaleza no es divina.
No creo yo, como apunta cariñosamente y con excelente humor doña Lupi Flamingo, que José Tomás esté relacionado en modo alguno con el calentamiento global, ni con la crisis financiera, ni que haya tenido arte ni parte en la extinción del pájaro dodo –cuya memoria permanece viva gracias a Jorge Berlanga-, ni mucho menos en un hecho tan execrable como el asesinato en Dallas de John Fitgerald Kennedy. Tampoco creo que nuestro Comandante de Puesto favorito tenga nada que ver con el ataque a las torres gemelas de Nueva York, ni con el ‘record’ imposible de Bob Beamon en México 1968, con la llegada del hombre a la luna o con el desciframiento de la secuencia del genoma humano. Porque él es sólo un torero, con sus cosas, y no un demiurgo, como pretende parte de su feligresía.
Y a un torero le pasa lo que le pasa, que si le dejan, elige. Si ya el gran Pedro Romero demandaba ‘toros negros de la parte de Andalucía’, para quitarse de enmedio la posibilidad de que le echasen los jijones de Villarrubia de los Ojos del Guadiana, los navarros, o del Raso del Portillo, pues qué decir de nuestros días en los que tenemos internet, wifi, tweet y todas esas cosas.
El hecho diferencial es que este torero cada vez que se anuncia pone en movimiento un formidable aparato compuesto por su cohorte de seguidores, con esa procesión laica que le sigue por todas partes y que a mí me recuerda al cortejo que montó la reina Doña Juana en pos del féretro de su esposo muerto, con los torillos que le convienen, con los compañeros que estima adecuados para que le arropen perfectamente por delante y por detrás y con una troupe de juglares para cantar sus hazañas. Véase la diferencia entre lo que pone éste y lo que ponen los demás. Y la pena de éste en esta feria de Abril que va paseando por pueblos y ciudades, es que aunque se las pongan como a Fernando VII, el hombre sigue sin rascar bola.
El otro día en Linares, lo mismo: triunfo para Curro Díaz y el Comandante de Puesto que se vuelve al cuartelillo con la cara un poco más agria, viendo cómo el Titanic éste tan falso que se han montado hace aguas. Llevamos seis comparecencias en las que siempre ha sido otro el que ha triunfado, en los términos en los que los cobistas del Pétreo de Galapagar entienden el triunfo. Seis decepciones para esos públicos que esperaban ver o la inmolación de un hombre sin apego al cuerpo o la transubstanciación del toreo, o el fin de los tiempos, o el acabose, ¡qué sé yo! Bueno, pues ni lo uno ni lo otro. Un tío, un torillo y las cosas que ruedan mejor o peor, como a todos. Y la temporada a su rollo, sin que las idas y venidas del pétreo levanten más interés que el de sus harekrisnas, las fuerzas vivas de las localidades en las que se anuncia y los hagiógrafos de turno.
A este José Tomás le pasa como a Sean Connery en ‘El hombre que pudo reinar’, que le han tomado por el hijo de Sikander, Alejandro Magno, venido del fondo de los tiempos; pero aquí sólo hay un hombre, y si sangra, y hemos visto su sangre, ya sabemos que su naturaleza no es divina.