Está en fiestas San Sebastián, pero si te descuidas ni te enteras. Estos guipuzcoanos aún tienen mucho que aprender de los vizcaínos en el arte vital de liarla parda. El aste nagusia -semana grande- donostiarra es un té de comadronas a lo Jane Austen comparado con el de Bilbao, en el que me zambullí el año pasado como un graduado de West Point en el avispero afgano, por emplear una expresión de corresponsal al uso. Aunque la mutante ría bilbaína no puede competir con el marco incomparable -en palabras de un locutor deportivo- de la Concha cuando desatan la pirotecnia y el toro de fuego emprende su carrera desde el Hotel Londres, regando el suelo de centellas y echando rayos por el culo, como diría William Wallace. Luego te vas a lo viejo, te metes en cualquier bareto chungo y te lo puedes pasar muy bien aunque te rodeen votantes de Bildu, siempre que no esperes oír sevillanas ni el pasodoble de Manolo Escobar. Por cierto que la bandera española ondea de momento bien visible en el elegante consistorio que fue casino donde Julio Camba escribía sus artículos magistrales cada verano.
Pero a mi juicio, en Donosti el día es muy superior a la noche. Da igual que esté nublado: si no llueve a cántaros -¿a kántaros?-, un donostiarra ya considera que hace bueno. Si encima sale el sol, bueno, entonces ya declaran la independencia directamente. Bañarse en la playa en un día gris, típicamente norteño, es una experiencia muy recomendable por el apacible desierto que media entre toalla y toalla. En cuanto al frío, es una cuestión psicológica. Uno se convence de que no lo tiene y listos. ¿No ha resistido tres años en La Moncloa el señor Zapatero aplicando esta táctica respecto de la existencia de la crisis?
Luego puedes coger el 28 en plan Amaia Montero y, si tienes nutrido el bolsillo, te vas de pinchos. El forastero verá las encimeras atestadas de muestras y señalará dos o tres; a un vasco no lo veréis hacer esa novatada, sino pedirle al camarero un pincho que no está expuesto para que se lo cocinen en el momento y que además suele ser la especialidad de la casa. Y luego se irá a otro bar y pedirá otro único pincho, y así. Sólo los foráneos se atiborran sin moverse de un local y dejándose llevar por las apariencias.
Pasé la tarde en el paradisíaco valle de Baztan, tierra navarra pero más abertzale que la mitad de Vizcaya, y vi el clásico en un pueblecito llamado Erratzu con unos amigos y un culé que reconoció que el Madrid mereció ganar. Pero fue decepcionante: todo el día esperando un Madrid-Barça y primero te ponen a unos tíos en gallumbos en un prado, y cuando va a empezar el partido de verdad el jugador bueno no sale y en su lugar aparece un vasco apellidado Karanka.
Mi hotel es la definición del confort, y las de la limpieza me dejan bolígrafos y caramelos desde que saben que soy periodista. Bueno, igual lo hacen con todos. El desayuno buffet viene tan surtido que cuesta vencer la tentación de bajarse con tupperware. Pero tengo una pega: el ascensor no habla euskera. El de mi hotel en Bilbao del año anterior sí decía “solairua” en vez de “planta”. ¿Cómo vamos a construir Euskal Herria si los ascensores hablan la lengua del opresor? Cursaré queja a Izagirre para que tome medidas ipso facto...