Me quedé en Gijón el viernes para ver a José Tomás, esperanzado en la epifanía como de monte Tabor que nos promete la prensa especializada cuando torea el dios de piedra de Galapagar, pero quia. Los toros eran más bien comadrejas semiastadas sin casta ninguna y de rodillas podridas que le cundieron más a Talavante, el mago del desplante, que fue el que salió a hombros. Más sensación de peligro que en el ruedo se registró a la entrada de la plaza, tomada por unos indignados antitaurinos de esos que animalizan la libertad de los hombres por defender los derechos humanos de los toros. Qué tabarrón. He aprendido a desconfiar, como síntoma contrastado de sociopatía, de la piedad desaforada que en algunas personas despiertan los animales, muy por encima de la que les suscita el subordinado al que explotan en la oficina, por ejemplo. Hitler amaba a su perrito.
Anochecía cuando partí hacia las hermosas pero levantiscas tierras de Euskadi. Uno ha pasado por tres fases hegelianas en su consideración hacia lo vasco. Una primera -muy de madrileño- de prevención sumarísima, estúpidamente sugestionada por las fúnebres noticias que de allí solían venir a polarizar nuestra adolescencia, familiarizada a golpe de metralla con la palabra “terrorismo”. Una segunda, antitética, de descubrimiento y fascinación un poco papanatas por todo lo vasco: su cocina gloriosa, su lengua marciana, sus brutos nobles, sus feas muy feas y sus guapas muy guapas. Ahora, unos cuantos viajes y amistades después, creo haber alcanzado un nirvana sintético y trato de ceñirme al elogio de sus innegables virtudes sin comprar una sola moto más de manos del aldeanismo cejijunto, que es el mismo en todos lados se tenga o no el RH negativo ese. Hice mi entrada en San Sebastián -muchas cosas más que la mera kapital de Bildulandia- a las dos y pico de la madrugada con los párpados hinchados de agotamiento, odiando el coche, el verbo conducir, la red viaria abandonada por las farolas y la madre que parió a los cabrones desaprensivos que inventaron los cegadores faros de xenón. Creo que estaba dormido antes incluso de tumbarme.
El sábado lo pasé en el copetudo Biarritz, que no me gustó lo que debería. De balneario aristocrático ha devenido alberca del turismo low cost, y las señoriales villas de piedra blanca quedaron ocultas entre infamantes bloques de apartamentos que evocan con demasiada fidelidad el skyline cañí de Benidorm. El arenal que se despliega frente al Casino también resulta de lo más benidormense en concepto de aglomeración de cuerpos humanos, que fingen con gran convicción estar disfrutando de una glamurosa mañana de playa cuando en realidad están haciendo de extras en una película de Paco Martínez Soria. Ahora bien, digámoslo todo: Benidorm nunca soñaría este magnífico paseo marítimo a lo largo de una línea de costa pespunteada de miradores, islotes con cruces que no sabemos si recuerdan a marinos o a soldados (ni vamos a levantarnos a mirarlo), penínsulas improvisadas gracias a un elegante puente de piedra y la Virgen blanca que vela por la ciudad desde la cima de un saliente rocoso. Ah, y los moules, unos mejillones de saltarte las lágrimas, oigan. Que encima empiezan por Mou.