Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El daño que hizo Tierno al decir que él era «agnóstico» no lo sabe nadie. La palabra sonaba bien, y en seguida adquirió prestigio entre los simples, quienes para decir que ellos ya no iban a misa decían que eran «agnósticos». ¿Ateos? Quita, quita, no vaya a ser que Dios esté por ahí y tengamos un disgusto. Agnóstico, en cambio, no compromete a nada y queda como que uno tiene estudios. Mi amigo Márquez sostiene que, en la acepción que Elena Valenciano le daría a la palabra, «agnóstico» derivaría de «agnus» y designaría a los domingueros que copan los mesones para ponerse como quintos de cordero asado. Si no queremos ser tan crueles, diremos que agnóstico es aquél que, ante las cosas de la religión, mira para otro lado. Mirar para otro lado es una característica del ser español. «¡A mí no me comprometáis!», decía Bergamín, que iba de catolicón, cuando en la guerra algún viejo amigo le pedía ayuda para salir del paso, o sea, para que no se lo llevaran de paseo. Ahora asistimos a la eclosión de un mirar para otro lado deliciosamente laico: es el mirar para otro lado de los camareros que en el restaurante te pasan la factura al cobro y te piden el pin de la tarjeta de crédito. Al mirar para otro lado, tratan de hacerte ver que su honradez está por encima de tu pin. Hay camareros que al entregarte el aparejo con la tarjeta dentro se giran y se retuercen como cuando Peter Sellers, en «El guateque», quería orinar y el retrete estaba ocupado. También están los camareros que emplean la gama de aspavientos de Mr. Bean. Para evitar tan ridículas situaciones, bastaría con que los restaurantes dispusieran de mantas negras, como las de los retratistas antiguos, para cubrir con ellas al pagador en el íntimo acto de la introducción del pin en la máquina sacaperras. Mientras uno, al abrigo de la manta, teclea los dígitos que abren el cofre de la economía familiar, el camarero podría intercambiar impresiones con el resto de comensales sin arriesgar su columna.
Abc
El daño que hizo Tierno al decir que él era «agnóstico» no lo sabe nadie. La palabra sonaba bien, y en seguida adquirió prestigio entre los simples, quienes para decir que ellos ya no iban a misa decían que eran «agnósticos». ¿Ateos? Quita, quita, no vaya a ser que Dios esté por ahí y tengamos un disgusto. Agnóstico, en cambio, no compromete a nada y queda como que uno tiene estudios. Mi amigo Márquez sostiene que, en la acepción que Elena Valenciano le daría a la palabra, «agnóstico» derivaría de «agnus» y designaría a los domingueros que copan los mesones para ponerse como quintos de cordero asado. Si no queremos ser tan crueles, diremos que agnóstico es aquél que, ante las cosas de la religión, mira para otro lado. Mirar para otro lado es una característica del ser español. «¡A mí no me comprometáis!», decía Bergamín, que iba de catolicón, cuando en la guerra algún viejo amigo le pedía ayuda para salir del paso, o sea, para que no se lo llevaran de paseo. Ahora asistimos a la eclosión de un mirar para otro lado deliciosamente laico: es el mirar para otro lado de los camareros que en el restaurante te pasan la factura al cobro y te piden el pin de la tarjeta de crédito. Al mirar para otro lado, tratan de hacerte ver que su honradez está por encima de tu pin. Hay camareros que al entregarte el aparejo con la tarjeta dentro se giran y se retuercen como cuando Peter Sellers, en «El guateque», quería orinar y el retrete estaba ocupado. También están los camareros que emplean la gama de aspavientos de Mr. Bean. Para evitar tan ridículas situaciones, bastaría con que los restaurantes dispusieran de mantas negras, como las de los retratistas antiguos, para cubrir con ellas al pagador en el íntimo acto de la introducción del pin en la máquina sacaperras. Mientras uno, al abrigo de la manta, teclea los dígitos que abren el cofre de la economía familiar, el camarero podría intercambiar impresiones con el resto de comensales sin arriesgar su columna.