martes, 23 de agosto de 2011

Si el que vino no bebe vino, para qué puñetas vino


Ahora que se habla tanto de señorío a cuenta de Mou -como si el espíritu de Juanito hubiera sido algo distinto a lo que insufla el luso-, me he venido a Jerez, que es una ciudad luminosa entre dos contrastes: el señorío del centro histórico -con sus plazas garbosas, sus fachadas encaladas, sus iglesias exquisitas- y la viveza de los barrios gitanos como el de San Miguel en que campea la estatua racial de Lola Flores, jerezana tan ilustre como Ruiz Mateos y de parecida relación con Hacienda, por cierto. Una morena no pudo pasar por delante de un bar en cuya barra se acodaban gitanos sin que estos se arrojaran a la calle a piropearla de un modo más bien irreproducible; quizá ni siquiera les gustaba, pero un gitano piropea como un soldado de la OTAN dispara: por puro deber profesional.

Me gustó mucho el casco viejo de Jerez, esa calle Larga ampliamente peatonal de la que sólo tenía noticia por la canción de Los Delinqüentes: El aire de mi calle. Esos regalos arquitectónicos súbitos, como el frontal renacentista del Cabildo o la espléndida fachada barroca de la catedral. Su interior me pareció sin embargo algo desnudo, pese a la delicada orfebrería en piedra de la cubierta, algo que se quedaron sin admirar unos turistas roñosos -españoles, claro- que al ver que pedían un euro por acceder al templo -¡un euro!- se dieron media vuelta rezongando de indignación. Hablando de indignación, en la ancha plaza del Arenal -corazón urbano-, descubrí un pasquín del 15-M que convocaba a una charla intitulada “Una visión ética y política de la Noviolencia (sic)”. La impartía una tal Ainhoa. Y al lado, la estatua ecuestre del dictador Miguel Primo de Rivera. Muy flamenco todo.

El Alcázar ya es una cosa más seria. Se trata de un conjunto de monumentos medievales -aunque entraña un precioso palacio del XVIII- que evoca inevitablemente una Alhambra en miniatura. El rumor tenue de los surtidores en el jardín árabe, con sus limoneros machadianos y su aljibe; los baños árabes, que ya contaban con suelo térmico; el pozo con su noria para abastecer a los defensores de la fortaleza; la mezquita octogonal, el molino de aceite, las muralla almenadas y la torre del homenaje. Un remanso de paz atrincherada en el núcleo de la urbe que te hace temer la irrupción del alfanje de Gadafi al trasponer un arco de herradura. La jerezanas, por cierto, no vienen en mi mapa, pero he decidido considerarlas un monumento más.

A Jerez no se puede ir sin visitar las bodegas de fino. Manuel María González fue el jerezano visionario que, tras asociarse con el inglés Robert Blake Byass, fundó la mítica casa González-Byass, productora del fino Tío Pepe y del brandy Soberano. Te montan en un trenecito como si fueras japo y te enseñan las nueve hectáreas de las instalaciones que destilan y albergan 50 millones de litros de vino, la mayoría de los cuales se los beben los ingleses. El olor narcótico a uva pasa y roble te impacienta el paladar mientras el guía desovilla su exposición, la cual concluye con una cata que yo extendí a la categoría de almuerzo coherentemente regado: la entrada incluía tarifa plana de fino, así que me puse fino. Oigan, el que vino y no bebió vino, para qué puñetas vino.

(La Gaceta)