-Vamos a una sidrería en Lasarte y después al hipódromo, que se celebra la Copa de Oro. ¿Te apuntas?
Este es el tipo de llamada que desea recibir todo cronista foráneo con hambre de localismo. Quien me la hacía es un amigo de toda la vida de Madrid que se ha casado con una donostiarra, cuya cuadrilla anda consagrando el comienzo de las vacaciones a explotar lo que den de sí las fiestas de su ciudad. Uno se deja llevar y se evita la funesta manía de emplear el cerebro en planificaciones que nunca competirán con la sabiduría de los nativos. Esta noche, de hecho, estoy invitado a una fiesta flamenca en casa de Naiara, y estoy ansioso por calibrar tan pintoresco mestizaje: ¿habrá que llevar txapela de lunares?
El almuerzo en la sidrería Iruin ya fue una experiencia. En el comedor, abierto a la terraza y compuesto por mesas cuartelarias de madera con sus bancadas a ambos lados, se comía sin plato, de la misma fuente. Mis anfitriones dispusieron que los hombres nos sentáramos juntos al fondo y las mujeres juntas al principio; ignoro si se trata de una costumbre vasca pero no me extrañaría nada, porque ya se sabe que aquí lo de ligar es una pasión inútil, sólo fomentada por ilusos y desavisados: “Aquí bebemos mucho por eso, porque no hay otra cosa mejor que hacer por las noches”, me confió uno resignadamente. Lo más curioso de todo es que las chicas eran las novias de los chicos. En fin. Pero ojo, a la hora de beber no hay diferencia entre las vásscass y los vásscoss -pronúnciese con ese tonillo estreñido que le daba el infausto Ibarretxe-: nos bajamos entre 11 creo que 15 botellas de sidra con la excusa de comer unas guindillas, pimientos con anchoas, costillas, ensalada, tortilla de bacalao y una pieza de carne que ellos llaman chuleta pero sospecho que es lomo de braquiosaurio capaz de alimentar a la cola del Inem y a los peregrinos de la JMJ, y aún quedaría carne en el hueso para los chuchos famélicos de los perroflautas de Sol.
Y de ahí, rodando, al hipodromoa de Donosti, que paradójicamente se ubica en el vecino municipio de Lasarte. Aquello convierte la comedia de los Marx en un docudrama neorrealista. Es un guirigay de apostadores, caballos, señoras en taconazos, ponis, borrachines, domingueros, niños perdidos que gimotean y camareros que no dan abasto. Divertidísimo, si vas en buena compañía y un puntillo de sidrina. Aposté primero cinco pavos por un jaco sin mucho nombre en la esperanza de dar la campanada y forrarme, pero el potranco quedó último, corroborando las razones de su paupérrima fama. Aposté otros cinco a uno más o menos favorito, y mi caballo cruzó la meta con el grueso del pelotón. Creyendo haber hallado la clave órfica de este juego del Turf, aposté en la carrera central -la que dirimía la Copa de Oro- por Young Tiger, que venía de ganar hasta el concurso de ingesta de alfalfa y era más favorito que Rajoy. Pues quedó cuarto el mal penco. Así que nos fuimos a lo viejo de San Sebastián a cenar unos pinchos convenientemente regados, que eso no falla: pagas y ganas fijo. El de anchoa en el Txepetxa, el de espárrago en el Gambara, la hamburguesita de Kobe en A Fuego Negro y, para fuegos, los cohetes que incendiaban con su estallido de paraguas eléctrico el cielo de la Concha.
(La Gaceta)