Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El concepto de mayor enjundia despachado en el debate de la reforma constitucional se lo debemos al comunista Llamazares, que suspiró:
–¡Para lo que nos queda en el convento!...
A Llamazares me lo encontré el otro día paseando por Oviedo, cuando el reloj de la catedral daba las siete al son de “Asturias, patria querida, etcétera”, sin que nadie le prestara atención. Llamazares, que es el clásico español bajito perpetuamente cabreado, iba por la calle y las estatuas de confitería municipal de Úrculo atraían más miradas que él. Me dieron ganas de detener a los transeúntes para afearles su desprecio de las cosas importantes:
–Ese hombre de la barba recortada que pasa desapercibido junto a la estatua de Woody Allen es doctor por La Habana y un hombre extraordinario, pues viene de declararse marxista y demócrata al mismo tiempo, mientras ustedes sólo tienen ojos para el culo de Botero.
Llamazares es bajito, pero no a lo enano de Velázquez, como Messi, sino a lo cascarrabias español, que es bajeza de otra categoría. Como buen marxista, conoce el determinismo de la Historia, y aunque está seguro, como Tierno, de que Dios no lo abandonará nunca, sabe que para la izquierda la Visa se acabó, y lo expresa con la metáfora más adecuada:
–¡Para lo que nos queda en el convento!...
A Ullán lo pusieron un verano a cubrir en un periódico la baja de Umbral en agosto, y en cuatro días había convertido el Ayuntamiento de Tierno en un convento de frailones de Zurbarán: desde entonces ya sólo leímos a Ullán. De aquella época me he acordado oyendo a Llamazares despedirse del convento nacional en el Congreso con motivo de la reforma de la Constitución, ese bonito guante de Varadé, “pero de antes de que se suicidara La Fornarina”, que dijera Emilio Romero.
De paso he de decir que, por primera vez en algunos siglos, al ver a nuestros tribunos poner coto constitucional al déficit, he sentido lástima por los ingleses: ellos no tienen Constitución y, por consiguiente, tampoco modo de contener el gasto, por lo que la ruina se cierne sobre los pérfidos hijos de Albión, que van a perder hasta el convento.
La gracia de que España se salve está en nuestra Constitución, que algunos no querían. Fue escrita en lenguaje gitano por Fernando Abril y Alfonso Guerra en el comedor de Casa Manolo y traducida al castellano por Cela. Llamazares, que vivía del déficit, será el grande damnificado por su prohibición, y su futuro está en las misiones.
Si Elena Valenciano, el cerebro de Rubalcaba, decía que monseñor Munilla es un “prelado sin alma” (Valenciano, que basa su educación sentimental en Richard Coccianti, añadía sobre Munilla, con una ternura femenina, que “hasta su aspecto físico es desagradable”), nosotros diremos que Llamazares es un comunista sin déficit, es decir, un comunista que ha dejado de ser comunista.
–Sobre este último punto, conocemos el principio: sólo los que han mentido o se han equivocado gozan del privilegio de rectificar el error (sin reconocer, en cualquier caso, su error). Los demás, los que no han dicho tonterías, están descalificados de entrada y se les ruega guardar silencio; es una cuestión de buen gusto.
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El concepto de mayor enjundia despachado en el debate de la reforma constitucional se lo debemos al comunista Llamazares, que suspiró:
–¡Para lo que nos queda en el convento!...
A Llamazares me lo encontré el otro día paseando por Oviedo, cuando el reloj de la catedral daba las siete al son de “Asturias, patria querida, etcétera”, sin que nadie le prestara atención. Llamazares, que es el clásico español bajito perpetuamente cabreado, iba por la calle y las estatuas de confitería municipal de Úrculo atraían más miradas que él. Me dieron ganas de detener a los transeúntes para afearles su desprecio de las cosas importantes:
–Ese hombre de la barba recortada que pasa desapercibido junto a la estatua de Woody Allen es doctor por La Habana y un hombre extraordinario, pues viene de declararse marxista y demócrata al mismo tiempo, mientras ustedes sólo tienen ojos para el culo de Botero.
Llamazares es bajito, pero no a lo enano de Velázquez, como Messi, sino a lo cascarrabias español, que es bajeza de otra categoría. Como buen marxista, conoce el determinismo de la Historia, y aunque está seguro, como Tierno, de que Dios no lo abandonará nunca, sabe que para la izquierda la Visa se acabó, y lo expresa con la metáfora más adecuada:
–¡Para lo que nos queda en el convento!...
A Ullán lo pusieron un verano a cubrir en un periódico la baja de Umbral en agosto, y en cuatro días había convertido el Ayuntamiento de Tierno en un convento de frailones de Zurbarán: desde entonces ya sólo leímos a Ullán. De aquella época me he acordado oyendo a Llamazares despedirse del convento nacional en el Congreso con motivo de la reforma de la Constitución, ese bonito guante de Varadé, “pero de antes de que se suicidara La Fornarina”, que dijera Emilio Romero.
De paso he de decir que, por primera vez en algunos siglos, al ver a nuestros tribunos poner coto constitucional al déficit, he sentido lástima por los ingleses: ellos no tienen Constitución y, por consiguiente, tampoco modo de contener el gasto, por lo que la ruina se cierne sobre los pérfidos hijos de Albión, que van a perder hasta el convento.
La gracia de que España se salve está en nuestra Constitución, que algunos no querían. Fue escrita en lenguaje gitano por Fernando Abril y Alfonso Guerra en el comedor de Casa Manolo y traducida al castellano por Cela. Llamazares, que vivía del déficit, será el grande damnificado por su prohibición, y su futuro está en las misiones.
Si Elena Valenciano, el cerebro de Rubalcaba, decía que monseñor Munilla es un “prelado sin alma” (Valenciano, que basa su educación sentimental en Richard Coccianti, añadía sobre Munilla, con una ternura femenina, que “hasta su aspecto físico es desagradable”), nosotros diremos que Llamazares es un comunista sin déficit, es decir, un comunista que ha dejado de ser comunista.
–Sobre este último punto, conocemos el principio: sólo los que han mentido o se han equivocado gozan del privilegio de rectificar el error (sin reconocer, en cualquier caso, su error). Los demás, los que no han dicho tonterías, están descalificados de entrada y se les ruega guardar silencio; es una cuestión de buen gusto.
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