Un amigo me dio el queo de que el Gran Wyoming daba un concierto nocturno en Conil, así que me fui para allá a ver si era tan gracioso como dicen. Conil, como tantos destinos vacacionales de Cádiz, expone las dos antípodas en que se va polarizando la juventud española: los pijillos de Madrid o Sevilla por un lado, con sus camisas y su look aseadito tipo Julio Iglesias; y los espectadores de Telecinco por otro, mujeres, hombres y viceversa, con su pandilleo de machito de mara o su belenestebanismo de tetorra subida. Los primeros copan las terrazas de buen pescaíto que hay en la cima del pueblo y los segundos pululan por las callejuelas contiguas a la playa o rebuscan el aparcamiento idóneo para la botellona.
Cené con un viejo amigo para celebrar el reencuentro -él atún de almadraba, yo emperador porque salmonetes no les quedaban- y luego bajamos al recinto del concierto para calibrar el talento musical del tal Wyoming. Pero nos pidieron 12 pavazos por una entrada que ni siquiera daba derecho a consumición. Mi amigo preguntó si la recaudación perseguía algún fin benéfico, pero quia, perseguía el bolsillo del presentador de La Sexta, en un clásico ejemplo de desinterés de progreso. Ya se sabe, siempre con el pueblo. Incrédulos, estupefactos, meados de risa ante la pretenciosidad de un numerito que no había logrado convocar más allá de unas decenas de curiosos, optamos por irnos de copas, sintiéndolo uno mucho por ustedes, que quedan huérfanos de una crítica musical quizá esclarecedora a propósito de los ignotos dones canoros del oficiante.
Visité Sanlúcar, con esa playa kilométrica por donde bien pueden correr los caballos de la autóctona competición. Almorcé en un chiringuito totémicamente español, de esos que te persuaden de que la vida no es una tómbola sino justamente un chiringuito, escaparate de la comedia humana en pie de desinhibición. En un chiringuito no hay lugar para el rubor ni por la piel atomatada, ni por la lorza cimbreante, ni por las uñazas pedestres como viseras de cabezudo. Uno asiste a un espectáculo que le pone el vello como las pestañas de un Nenuco, pero decide mimetizarse y pedir otra de gambas. Al chiringuito no llega el eco de la toma de Trípoli, a menos que Gadafi en su fuga arribe a la marisma y acampe frente a los chiringuiteros, arruinándoles con su jaima la vista del mar; ni tampoco llega el eco de la reforma constitucional, a menos que dicha reforma incluya la prohibición definitiva del chiringuito. El chiringuito es una conquista de la libertad tanto como una huida del decoro.
Providencialmente, hallé en el paseo marítimo una cosa que se hacía llamar biblioplaya, suerte de chamizo que me proporcionó la sombra necesaria para vislumbrar las letras en la pantalla cuando escribo, servidumbre de la tecnología plasma. Dos lugareños escupían pipas a la entrada, aunque no esperaba sorprenderlos leyendo El rey Lear:
-Ah, ¿de LA GASETA? Pué dile a Sapatero que nos suba er suerdo. Cagüenlo muerto der trabajo. ¿Quién lo inventaría, pisha? ¿Lo romano?
(La Gaceta)