El Ikea es una mariconada al lado de la Feria de Internacional de Muestras. Es un cafarnaún de invenciones humanas, un aleph de menaje y gastronomía, un monumento al consumismo bulímico que invaden de buena mañana escuadras de jubilados en pos de la fregona perfecta o la boina impermeable. ¿Qué te venden, a precio de ocasión, en los pasillos de los pabellones o en los puestos al aire libre que conforman el gran recinto ferial a la orilla del Piles, junto a ese Molinón donde entrena Manolón Preciado, el Super Mario esportinguista que se las echó de indignado ante Mou? Pues coches kilómetro cero, máquinas cortacésped, tres cintas -¡cintas, de las de meter el boli Bic para rebobinar, oigan!”- de Manolo Escobar por cinco euros, galletas, jamones, los chuches que diría Rajoy, gofres, sillas de montar, limpiacristales magnéticos, camisetas de Lenin, artesanía jamaicana, manteles antimanchas, piscinas, ortopedias, leones de piedra para el jardín, tractores de todos los colores menos el amarillo, el coche eléctrico de Miguel Sebastián, “masajines” para la ciática y bueno, lo que ustedes quieran, probablemente incluso ministerios, secretarías de Estado y concejalías de Urbanismo. Uno paseaba por allí fascinado, oyendo a una abuela que más que un collar portaba cuentas de asteroides y que sacudía con vehemencia el brazo de su marido: “¡Faustino, mira qué cinturones!”... mientras el pobre Faustino sólo tenía ojos para las muestras gratuitas de la cocina local.
Los dependientes tratan de abrumar con su verborrea incantatoria a las desconfiadas clientas, que no pueden evitar poner los ojos como bolitas de alcanfor ante la nueva olla exprés programable cuyas bondades va desgranando uno de estos auténticos vendedores de crecepelo del Oeste. Vi a un italiano congregar a siete veteranas amas de casa en torno a un pelapatatas que, a tenor de las ponderaciones del publicista, cortaría hasta el diferencial con el bono alemán. Me detuve un rato ante los divertidos lemas de las camisetas propagandísticas de Asturias, del tipo “Piensa en verde, bebe sidra”, “Antes muerta que sin sidra” y la mejor: “¿Asturias o trabajas?”. Pero sólo me gasté el euro y medio que me pidió una japonesa con acento de Covadonga por un análisis grafológico de mi firma. Me aseguró que acreditaba madera de líder, creatividad y magnetismo para el sexo opuesto, pero se lió tratando de compatibilizar “gran capacidad para los contactos” con “temperamento solitario”, así que me quedo sin saber cómo soy. Por un euro y medio no me iba a pasar consulta el jodido Sigmund Freud, señores.
Ovetenses y gijoneses se llevan más o menos como hutus y tutsis: los de Gijón matriculaban el coche en Girona para llevar GI en vez de O, y los de Oviedo tienen por aldeanos a los de Gijón. Con la venia, el casco viejo gijonés me parece que aglutina la distinción de su fundación romana y el vitalismo del buen barrio marinero. La efigie de Jovellanos triunfa en la casa-palacio que da clase al puerto, y en el discreto mausoleo del escritor yacen los melancólicos desvelos de un ilustrado en la España del garrotazo de Goya, que no es muy distinta a la del Sálvame de Vasile. Al menos, Gaspar Melchor, te ahorraste el 15-M.
(La Gaceta)