sábado, 16 de agosto de 2025

Belisario



Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica



La leyenda épica, Diêgêsis toû Belisaríou, más que la historia, expresada en solemnes decapentasílabos o verso político, que llamaban los bizantinos, narra la biografía heroica del gran Belisario, estratega genial en tantas batallas cuya victoria parecía imposible, como la de Dara contra el mismísimo mirrane persa, o hijo de Mitra, situándolo, al final de su vida, por la envidia/phthónos de los nobles, como un ciego mendicante. La epopeya nos contará siempre cosas distintas al género literario de la Historia, como en este caso la diêgêsis toû Belisaríou cuenta cosas distintas a las que narra Procopio en sus informes históricos. Las mentiras de la poesía (figurae) a menudo dicen más verdad que las verdades de la historia. El hombre que mandaba cuerpos de ejército con decenas de miles de soldados bizantinos, el comandante que quemó la flota, como hará mil años después Hernán Cortés, buen estudiante ilustrado en Salamanca, para dejar claro a sus soldados que su salvación residía sólo en la victoria –César en la Galia retiraba los caballos por la misma razón; hacer imposible la huída, el mejor general de la corte de aquel Justiniano que, apoyado en la factio veneta o equipo de los azules, intentó restaurar la antigua gloria del Imperio Romano reconquistando gran parte de Italia, la costa africana, partes de Spania, toda la Siria y zonas de Georgia y la Persarmenia, acabó sus días infamado, condenado a la ceguera y mendigando mendrugos de pan en las bien trazada calles de Constantinopla, la Segunda Roma, Acrópolis del Universo que él mismo había levantado en su mayor parte.


“Dad a Belisario un óbolo en su escudilla,

A mí, a quien la envidia de los romanos redujo a tal estado;

Dad a Belisario un óbolo en su escudilla,

A quien el tiempo encumbró y abatió la envidia.”


La Biblia ya nos advierte, y los griegos, claro, que mientras hay vida hasta el más poderoso está condenado a vivir en la incertidumbre y en manos de lo que quiera Dios, su Creador y Autor del sentido de la vida de cada uno. Porque la vida no depende finalmente de nosotros. La leyenda de Belisario ejemplifica la realidad contundente de la vanitas vanitatum que fundamenta la locura humana esencial. También los pajarillos del cielo dependen por entero de su Creador, que los sostiene en su vuelo, pero ellos nunca tienen la ambición de planificar con soberbia su destino, y menos creerse amos del mismo. Vivimos una época bárbara que ha perdido la conciencia de la fragilidad del ser, y los grandes autokratores que pilotan el mundo viven en la hybris de creerse dioses inmortales. Luego, el más pequeño de los mosquitos les inocula su veneno y vuelven al cieno primordial. En realidad, ese Belisario del poema anónimo, evocado en la época de los últimos emperadores Paleólogos, simboliza el mismo Imperio Romano agonizante, que habiendo sido una inflamada soberbia exitosa de la época, un edema de civilización ciclópea, el mayor éxito político de Occidente, caerá ante el Turco, como un pequeño y medio arroñado villorrio ante una tormenta de verano. Vanitas vanitatum.


“¿Dónde están el honor y la riqueza, la gloria y el poder,

El deslumbrante esplendor de Belisario?”


En los últimos siglos del Imperio triunfa el espíritu hesicasta, o de tranquilidad interior ante la ruina, preparándose así para la cercana muerte de aquel gran ciclo histórico que duró más de dos milenios. También son los años en que la gente más gasta en ropa, arruinándose por ir vestido con la moda más cara, con las mejores “marcas”, diríamos ahora. “Ho kósmos hepontídseto kaì hê emê gynê estolídseto”, se queja un marido. Algo así como “mientras el mundo se va al garete mi mujer no para de comprarse vestidos”. Todo aquel final de Occidente se parece mucho, demasiado, a esta época de la histérica y gritona Úrsula von der Leyen. Y cuando los paños calientes son la mejor manera de mantener a salvo lo que tenemos, truenan de nuevo los decapentasílabos más suicidas,


“Si alguno se amedrenta, da la espalda y vuelve atrás,

Aunque fuese el hijo del emperador, será empalado.”


Del mismo modo que como héroe de un Libro de Caballería Belisario conquistó la fantasmal Inglaterra/Englitera, Occidente sueña hoy con la caballeril conquista de Rusia. Occidente sólo se ha corregido con el desastre. Su codicia sólo se corrige con la escudilla mendicante de Belisario. Nunca hemos tenido el sentido del límite, y eso se parece mucho a la pulsión suicida.


“Porque muchas injusticias (pollà panádika) cometieron los Romanos,

Las hicieron, las hacen y las vuelven a hacer.”


A fin de hacer daño a Rusia y para ello aumentar las fuerzas militares e instrumentos de guerra, los nuevos Juan de Capadocia y secuaces Tribonianos/Montoros se dedican con codicia y philochrêmatía a depredar los patrimonios de las clases medias europeas, que fundamentan precisamente nuestra civilización occidental, los derechos sociales y las libertades individuales o privadas. Pero las grandes empresas mortales no deben solucionarse con medidas precipitadas, sino con “prudente reflexión”. Y esa deseable “euboulía” falta hoy en esta alterada Europa con una profunda enfermedad del alma, psychês nósêma.


Belisario fue también un perfecto ejemplo de víctima de la ingratitud de los reyes, y es que los reyes son el paradigma máximo de la ingratitud o “acháriston”; por ejemplo, la dinastía borbónica, por no ir más lejos. Por ejemplo, el devoto rey Luis XVI, al que cierto monarquismo pide su santificación, abandonó el 10 de agosto de 1792 a la muerte a todos sus defensores y mejores partidarios, la Guardia Suiza, los caballeros de San Luis, y otros, en el mismo momento en que salió de Las Tullerías. Y luego, cuando el capitán Turler fue a la Asamblea, en donde se refugiaba el rey, a preguntarle si era preciso rendir las armas, la orden afirmativa del rey no sólo les privó de una posibilidad de victoria, sino que supuso la masacre de miles de sus partidarios más acérrimos.


Belisario podía ser cruel con los altos funcionarios del Estado que humillaban y robaban al pueblo, como el codicioso Constantino. Era buen compañero de sus soldados, protegía a los campesinos y se portaba con tremendo pudor con todas las mujeres. Nunca se desesperaba, era humilde y sencillo, y jamás se le vio borracho. Finalmente, su inteligencia como estratega, según el mismo Procopio, fue la propia de un superdotado.


[El Imparcial