Por Héctor Abad Faciolince
(De elespectador.com, via Ricardo Bada, desde Colonia)
Cuentan los defensores de la tauromaquia que una vez un grupo de oficiales nazis de las SS, estando de visita en España, fueron invitados a una corrida de toros y que, escandalizados ante esa carnicería contra los animales, salieron despavoridos de la plaza.
Dicen que en general las corridas han sido prohibidas por dictadores: Batista en Cuba, Salazar en Portugal. Yo no sé. Lo que sí he comprobado es que muchos de los que aman apasionadamente a los animales sienten un desprecio simétrico por el animal humano.
Se discute en la Corte Constitucional si los toros, el coleo y las peleas de gallos deben prohibirse en Colombia. En opinión del demandante, “la tortura y muerte con sevicia de animales compromete el derecho a la paz. Con la práctica de espectáculos crueles con animales … no se respetan los derechos ajenos de quienes no comparten esas prácticas”. El procurador general, Alejandro Ordóñez, sostiene que la Corte no debe inmiscuirse en este tema y dejar las cosas como están. No me resulta grato estar de acuerdo —por una vez— con el muy desagradable Procurador, una persona que nunca ha desmentido que solía quemar libros escogidos por él en las bibliotecas públicas. Sin embargo, como decía Machado, “la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. Creo que el procurador taurino tiene razón en este caso (como quizá también la tenían los nazis al salirse de la plaza).
No tiene razón en que las corridas de toros y las peleas de gallos se deban defender como un hermoso patrimonio cultural. No tiene razón en lo del dolor de los animales (es difícil meterse en la mente de un animal). Tiene razón en que no se debe prohibir un espectáculo que todavía le gusta a mucha gente.
Nunca voy a toros y las riñas de gallos me parecen primitivas y repugnantes. Las corridas son un mal, como es un mal oponerse a la transfusión de sangre entre los Testigos de Jehová, como la heroína en la vena de los muchachos, como las misas ruidosas de los evangélicos o la cacería con rifle o con flechas envenenadas. Son males a los que uno debe oponerse con argumentos, con discusión y polémica, pero no con prohibiciones legales. Las corridas no deben prohibirse: se deben extinguir porque nadie asista a ellas.
¿Por qué oponerse a la prohibición de la tauromaquia? Porque hay materias en las que determinar la Verdad es muy difícil; porque los seres humanos no podemos ponernos de acuerdo sobre todo, y porque toca tolerar lo que nos molesta, incluso lo que abominamos, ya que no hay otra forma de convivir pacíficamente.
He visto a dos personas tan civilizadas como Danielito Samper y Antonio Caballero, casi agarrados de las mechas (que no tienen) con motivo de las corridas de toros. Yo, que en teoría estoy de parte de Samper, no puedo agarrarme con Caballero por un motivo muy simple: porque soy carnívoro. Me parecería ridículo atacar con vehemencia las corridas y pedir luego en el restaurante un chuletón sanguinolento.
Sé que un ideólogo laureanista como Fernando Vallejo, si tuviera el poder, no solamente prohibiría las corridas, sino incluso el consumo de carne, que para él es una práctica tan salvaje como el canibalismo. Yo creo que sobre temas así no es posible llegar a un acuerdo ahora, y solamente la evolución moral de la sociedad nos puede sacar de dudas más adelante. Mientras tanto, nos toca tolerarnos los unos a los otros, si no queremos caer en una espiral de odio recíproco.
Se dice que uno debe tener una posición tajante y clara. Que quienes no lo hacemos somos unos tibios inmamables especializados en quedar bien con todo el mundo. Pues no: resulta que mantener el equilibrio es muy difícil. En realidad se queda mal con todo el mundo, en especial con fundamentalistas y fanáticos de parte y parte. Sin embargo me parece que en este caso conviene seguir una máxima muy sabia de mi amado Voltaire: “La discordia es la gran peste del género humano, y la tolerancia es su único remedio”. De lo contrario seguiremos viviendo a los mordiscos, como perros y gatos.