18 de Julio en Sanlúcar, un pueblo, como Madrid, en obras. Festejo en honor de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros. Setenta y cinco euros un tendido de sombra. Lleno.
Padilla, flamenquista hasta en su manera de exhibir su torpe aliño indumentario, pero con una técnica torera muy superior, por ejemplo, a la de El Juli, tan cacareada en los medios. Remata sus dos faenas con sendos cabezazos ("terrazos", en el argot del casticismo madrileño) al toro. Su ausencia de Madrid, inexplicable.
Morante, cursi como la mala literatura que sirven de él los críticos, y tan empeñado en entrar en la leyenda del currismo que, por imitar a Romero, ha cogido un peso que en Sanlúcar le impide tomar el olivo: se queda colgado de una rama, que es decir como un saco sobre las tablas, en contraste con el poderío atlético de Padilla o la astucia cheli de El Boni, veinte años mayor que el tío de La Puebla. Gracias al público, mayoritariamente morantero, sale a oreja por "pingüi".
El Cid ("mi Cid", dice Quinito, el niño de Moeckel) es, después de lo visto, como la verdad del toreo en números redondos: aunque desconfiado –la cornada es al torero lo que el ko al boxeador–, vuelve a ser puro con el capote, templado –visto desde fuera, el temple debe de ser un engranaje de corazón y muñeca– con la muleta y certero –dicen que después de muchos toros muertos en el campo– con la espada. Dos orejas y rabo.
(Imágenes de S.)