EL FLAMENQUISMO
Al andaluz fino, al andaluz que pudiéramos llamar espontáneo, a aquel que revela sin sentirlo todas las cualidades y defectos peculiares de su tierra, alternando en curioso maridaje la viveza y la flama, la movilidad y la indolencia; a aquel andaluz ocurrente sin saberlo, impresionable sin notarlo y gracioso en sus aires sin echarlo de ver, el mal gusto de unos cuantos opuso ya hace tiempo el andaluz inaguantable, un andaluz, forzado que ha de ser a todo trance donairoso, aunque para ello repita constantemente los mismos chistes bajos y sobados, que hace gala de una frivolidad conformista y estudia hasta la manera de andar ; y este tipo , que de andaluz no tiene más que el nombre y el pavero, ha logrado crear toda una escuela de los chulos y los flamencos, guapos de encargo, jacarandosos y juerguistas de oficio, vagos o inútiles de solemnidad.
Más, habitualmente, confundimos dos cosas que no son iguales en el fondo: el flamenquismo que pudiéramos llamar eterno, de ocasión, superficial y el flamenquismo interno, habitual, llevado hasta sus últimas consecuencias, y en el cual tal vez no comprendemos una infinidad de hábitos y costumbres que en rigor le pertenecen. Ambos tienen su origen en la vanidad irreflexiva y en la egolatría estúpida; pero el primero –aun cuando pueda ser un paso para el segundo- es en el fondo inocentón y simplemente ridículo, como de mano maestra lo hizo notar en estas mismas páginas uno de nuestros más queridos compañeros, al poner de relieve el lamentable espectáculo de nuestros elegantes paseándose toda una tarde en reducido espacio con disfraz de andaluces; mientras que el segundo, como pica más hondo, presupone el rebajamiento moral, la adoración perenne de lo grosero y canallesco. Aquél, aunque nada recomendable, se nos antoja poco peligroso, ya que en el fondo concedemos un valor parecido al traje de chulo, al de ciclista, al de chanteur , al de genio ignorado, de ropas sin aliño y melena inculta, y a toda la demás indumentaria sui generis que, para distinguirse del común de los mortales, inventa la estulticia de unos pocos, pero el otro resulta ponzoña gravísima, como todo lo rufianesco, como todo prurito de buscar modelo de lenguaje, de gustos o costumbres en las capas más bajas de la plebe; prurito que, por desgracia, existe en más o menos grado en todas partes, y en ese sentido cabe afirmar que cada país tiene su flamenquismo propio.
De intento hemos omitido hasta este momento toda alusión directa o indirecta a toros y toreros, por más que para muchos, toros y flamenquismo son una misma cosa; más importa a nuestro juicio examinar despacio esta cuestión.
En todo estudio de patología social las causas y los efectos se entretejen y confunden a veces: la vagancia, por ejemplo, inspira el vicio, pero el vicio a su vez induce a la vagancia; el alcoholismo puede conducir al crimen, pero el crimen puede llevar al alcoholismo, y sin ahondar en cada caso práctico, no sabremos nunca si tal o cual individuo, por holgazán se ha hecho jugador, o por la pasión del juego se ha entregado a la holganza.
Concretándonos, pues, al flamenquismo, no cabe negar que este tiene por bandera, por así decirlo, la afición a los toros; pero ¿son los toros los que han engendrado el flamenquismo o es el flamenquismo lo que ha engendrado la afición? Nosotros, en conciencia, no podemos considerar como moralizador ni simplemente recomendable el espectáculo taurino; pero lo estimamos menos pernicioso, menos inmoral que otros pasatiempos que, como las carreras de caballos, los Cafés cantantes, o ciertas funciones teatrales, no son muchas veces más que pretextos con que se encubren la crápula y el juego, y entendemos que las corridas de toros no pueden per se engendrar ni siquiera el flamenquismo, que de no existir aquellas, hubiera tomado otra bandera.
Sí, la chulapería, el flamenquismo, esta especie de borrachera habitual y repugnante no es más que de ayer y los manolos del Dos de Mayo que inmortalizó el genio Goya, los vaqueros de Bailén, los guerrilleros de la Independencia, siendo por lo menos tan toreros como nuestros flamencos, no fueron jamás chulapos; y hay más todavía: aún hoy, entre los lidiadores de oficio, y precisamente entre los más notables, existen muchos que no son chulos andaluces, lo cual es muy distinto, tal vez sí, y de alguno de ellos se dice que son modelo de buenas costumbres en su vida privada. Falta, pues, averiguar si el flamenquismo toma sus figurines en el toreo, o si el torero bravucón, vicioso y pinturero busca la popularidad que le hace falta en los patrones que
corta el flamenquismo.
(Publicado en Diario de Barcelona, Septiembre de 1900)