PULGONES EN EL HORMIGUERO
Por Wenceslao Fernández Flórez
Es evidente que con la votación de ayer se perseguían dos fines: uno, el de aplicar la guillotina a la discusión del proyecto de Congregaciones religiosas; otro –fundamental y más apasionante–, el de probar que el Gobierno cuenta con la confianza del Parlamento, con la mayoría absoluta, con el quórum.
El quórum lo componen 227 diputados; el Gobierno obtuvo 236 votos. Le han sobrado nueve.
Los comentaristas decían:
–Esos nueve votos sobrantes son los de los nueve ministros que estaban en el banco azul y que no han tenido empacho en votar en una cuestión que llevaba implícita la confianza de la Cámara.
–Bien –contestamos–, los tiempos no están para tiquismiquis de delicadeza. Por otra parte, han sido los votos más sinceros. Computémoslos con mayor respeto que los de los diputados catalanes. Los diputados catalanes vienen a ser en el Parlamento español algo así como los pulgones en los hormigueros. Las hormigas cuidan a los pulgones, los sacan por las mañanas, los colocan en las plantas que son para ellos más sabrosas, los dejan hacer allí lo que les da la gana: sorber el zumo, tomar el sol, pasearse, amarse... Luego los recogen y los vuelven a guardar en sus galerías. ¿Qué les exigen a cambio de esto? Casi nada. El pulgón exuda un líquido azucarado del que la hormiga es tan golosa que por conseguirlo y saborearlo descuida a veces hasta el cuidado de sus propias larvas y deja extinguir la comunidad. Al pulgón no le importa absolutamente nada –según todas las apariencias– que vayan a lamer sus exudaciones. Come, vive, reposa, es feliz... Se le da una higa del hormiguero. Pues bien, el diputado catalán tampoco se mezcla en los asuntos de este otro hormiguero que es el Parlamento español. Vive en sus cuestiones, en sus dietas, en su Cataluña. Sin el menor esfuerzo, con la misma naturalidad que el pulgón, estos seres segregan una sustancia por la que tiene validez el Gobierno: segregan votos. Con la pequeña presión que representan al pronunciar sus nombres desde la mesa presidencial, los diputados catalanes exudan un “sí” dulce, meloso, apetecible. Entran en función unas glandulitas y brota el “sí”, redondito, transparente, menudo, como una gotita azucarada. El Gobierno lo sorbe, se relame, y lleva otra vez en aeroplano a sus pulgones al robusto árbol catalán de cuya savia se nutren. Dicen “sí”; ya lo han dicho todo. Pero hay un automatismo demasiado indiferente y egoísta en esta producción de votos. Yo aprecio más a los que el Gobierno se dio a sí mismo. Azaña –no se puede dudar– es el hombre que más confianza tiene en Azaña. Dejando todo esto a un lado, aunque suprimiésemos los nueve votos de los nueve ministros, también el Gobierno habría conseguido el quórum.
(...)
Lo verdaderamente trascendental de la votación de ayer no es nada de eso. Es pensar:
–Ha habido quórum. Le han sobrado al Gobierno nueve votos. Bueno... ¿Y qué? ¿Creen ustedes que nosotros, el pueblo, los ciudadanos descontentos, molestos y entristecidos, hemos cambiado de opinión? Lo cierto es que ni aun hemos cambiado de pena.
(Publicado en ABC, 11 de Mayo de 1933. Imagen de http://www.iberdidac.org)