Por José María de Cossío
El comentario en cada jornada de fútbol o en cada partido internacional es siempre el mismo: la falta de rematadores. Paralelamente, , en la fiesta de toros se entonan elegías a la suerte de matar, y todos están acordes en la falta de buenos matadores. Meter el gol o dar la estocada son las suertes capitales en uno y otro deporte, y pese a la decadencia de ellas la afición sigue y se complace en el gran jugador y en el gran torero. Pero el hecho es que el gran jugador rara vez es un rematador frecuente ni el gran torero genial un estoqueador resuelto y de gran estilo. En las listas que aparecen en la sección deportiva de la Prensa puede comprobarse. En la más reciente, la de esta última jornada deportiva, van en cabeza Mauro, Molina y Paíño, y no llegan a la mitad de los goles por ellos logrados, Di Stéfano o Kubala, valgan por jugadores excepcionales en otros aspectos del juego. No es preciso recordar que los toreros que más público han arrastrado a las plazas no han salido ser grandes matadores.
Esto debe de obedecer a algo y su explicación puede ahorrar muchos comentarios y censuras. El gran torero, el gran lidiador, libra la seguridad de las suertes en lo que se llama dominio, del que es base indispensable poder seguir hasta los movimientos del toro aparentemente más insignificantes, pero que son delatores de su intención y carácter. El diestro se confía con el toro porque le conoce, y en tanto no pierde de vista la cabeza del toro previene sus arrancadas y califica con precisión su embestida. Pero en la suerte de matar ocurre algo único. Al volcarse el torero sobre el toro durante unos segundos decisivos, pierde de vista la cabeza al toro, y por ello no se confía, instintivamente rehuye un riesgo al que tiene que entregarse tan sólo con probabilidades de no errar, pero no con la seguridad que le da el dominio en tanto no pierda de vista la cabeza de la res y percibe todos sus movimientos y calibra sus intenciones.
Paralelamente, y por razones que no es violento asimilar a las que acabo de dar, el gran jugador, el jugador que aparte su técnica personal tiene una intuición de juego privilegiada, al llegar cerca del terreno donde todos esperan que se produzca el disparo al marco, precisamente por esas magníficas cualidades, intuye que casi siempre hay un compañero de equipo mejor situado para el remate o que él mismo puede mejorar su posición para hacerlo. Estos intentos frustran casi siempre el gol, pero el gran jugador los hace precisamente por ser un gran jugador. Aunque parezca paradoja escandalosa puede sentarse que cuanto mejor se juegue menos se dispara a la puerta. Bien sé que ello es parte esencial del juego, y que el jugador que no remata es un jugador es un jugador incompleto, y por ello no puede hablarse de gran juego si no hay goles, pero la perfección absoluta en juego tan aleatorio es una vanidad buscarla. Ni está en la voluntad del jugador variar su conducta. En el espectador sentado, cabe la reflexión. En el jugador, todo es intuitivo y rapidísimo. Ni es fácil que el matador de toros, y ello por claros motivos, arriesgue en esos críticos segundos todo. Precisamente por la seguridad con que se conduce durante toda la lidia ha de repugnarle más fiar al azar el éxito, que aquí está unido con su seguridad física.
Sería deseable que los aficionados al deporte y a los toros meditaran sobre esta forzosa limitación. Procurar la comprensión es abrir caminos a la inteligencia. En el deporte y en la vida.
(Publicado en ABC, el 10 de Enero de 1956)