GREGORIO MARTÍNEZ SIERRA
Madrid (1881-1947)
Por Alberto Guillén
Yo esperé encontrarme con un hombre muy delicado, muy fino, muy tierno; con esas suavidades de seda que tenía derecho a suponer en un literato que gusta tanto a las muchachas de mi aldea, la mía y la de todas las aldeas, incluso la de Madrid. Cuando se trata de Martínez Sierra no se puede discutir con las muchachas. Es la cumbre de la literatura española, la cumbre más alta sin salvar a Ricardo León, que también gusta tanto a las señoritas lugareñas y a las mamás honestas y cuidadosas de la buena lectura y de los buenos modales.
–Pero ¿es verdad que es usted bolchevique, señor Martínez Sierra? –le digo encendiendo un pitillo–. Yo creí que usted...
Martínez Sierra enciende otro pitillo, y sin dejarme concluir me dice:
–Yo me renuevo constantemente. Soy bolchevique, en efecto, y estoy al tanto de todas las novedades, tanto sociales como literarias, tanto...
–¿También le gusta el ultraísmo?
–Hombre, sí. Es una escuela que hará labor. Ya lo ve. Mis comedias se representan con decoraciones de Barradas. Barradas, como usted sabe, es cubista. Yo lo he alentado a continuar. Él se está haciendo a mi sombra. Muchos de mis libros llevan también ilustraciones de Barradas. Es un muchacho que tiene talento. Mire usted, esto es de Barradas, y esto otro, y aquello...
Esto otro y aquello son retratos de la Bárcena pintados por Barradas. Martínez Sierra tiene grande afecto por su primera actriz. La estima mucho y la ha hecho pintar con los labios dorados, con los cabellos verdes, con los ojos purpúreos. En todas las posturas, con todos los trajes, en todas sus caracterizaciones. Yo estoy completamente embelesado.
–¡Esto es maravilloso! –digo mirando los cuadros de Barradas donde los jardines se empinan como golfines, donde los sillones danzan desenfrenadamente y los árboles pierden el equilibrio y se deshilachan en el aire verde. Los mosaicos desobedecen las leyes de la perspectiva y de la gravedad y se suben hacia el techo. La Bárcena tiene los cabellos de todos los colores y los labios siempre de un oro maduro. Yo le miro la boca a Martínez Sierra por ver si veo el oro que miro en los labios de la Bárcena. ¡Nada! Eso es ocurrencia de Barradas, que es un clown que tiene cara de caballo, según me dijo él mismo. Martínez Sierra tiene un bigotillo cano que cae sobre los labios incoloros. Tiene una cabeza enorme, un cuerpo deforme y habla con voz entera de hombre. También fuma continuamente. Es calvo. El oro de los labios de la Bárcena se lo ha guardado en los arcones.
–Sí, señor –continúa Martínez–, me gusta estar al día. Soy bolchevista y seré otras cosas más, si vienen.
–¿Cómo? ¿Y no tiene usted miedo de decirlo en un país monárquico y pacato como España?
–¿Miedo? ¡Ca! ¡Si lo digo en todas partes! En los pasillos de mi teatro, en mi casa, en todas partes. Hasta mi cocinera sabe que soy bolchevique.
–¿Y no tendría miedo de que los comunistas repartiesen su fortuna?
–¿Mi fortuna? Es verdad. Yo he hecho una fortunica, dándome de mojicones con la suerte. Yo soy obstinado. Tengo mucho carácter. Tengo que intentar una cosa mil veces, pero la consigo, siempre la consigo. No, no tendría miedo de repartirla a los pobres. Yo la volvería a hacer, aun bajo los comunistas.
Yo no sé por qué, pero pienso en Shilock. No sé por qué Martínez Sierra es, pues, o quiere ser, el reverso de sus comedias. ¡Todo un hombre! Es calvo, ya lo dije. Y muy digno, y muy respetuoso de sus ideas. Mirad, si no:
–El Rey me ha hecho llamar varias veces a su palco y yo me he negado a ir. Cuando me han nombrado en comisión a Palacio tampoco he ido. Yo no soy monárquico. El Rey lo sabe.
Yo abro la boca.
–¡Es usted un valiente! –le digo.
–No es eso todo. Mire usted. Yo asistí a un Congreso socialista que se realizó en Barcelona. Bueno, en ese Congreso se gritó: “¡Muera España!” Yo les dije: sois unos cobardes, porque debisteis hacerlo en Madrid, pero tenéis razón: “Muera España”.
Yo vuelvo a abrir la boca. Martínez Sierra se sonríe y me ofrece otro pitillo.
–Aquí todos son unos cobardes –dice luego–. Tienen miedo a decir cosas, miedo, miedo. Nadie se atreve, pensando en el puchero.
–Es verdad, señor Martínez: el puchero es el gran domador de rebeldías; todas las audacias fracasan ante el tocino. Y dígame, ¿usted no ha hecho comedias donde predique sus ideas socialistas y demoledoras?
–No, no he hecho ninguna. No porque tenga miedo ni pueda no hacerlas. Sino porque al público no le gustarían. Aquí se prefiere lo bonito a lo fuerte. Ya Lope tenía razón: “El público es necio y como el público paga...”
–Es verdad; de modo, señor Martínez, ¿usted cree que Lenin?...
–Sí, Lenin es un verdadero apóstol. Él redimirá la tierra de tantas injusticias. Lenin es un hombre extraordinario, y siempre tan calladito, tan sonriente, tan dueño de sí mismo. Sabe usted, cuando Lenin...
–¿Tiene usted un retrato, señor Martínes Sierra?
–No, ahora no lo tengo. Ya se lo daré cuando usted vuelva. Usted volverá, ¿no es verdad? Me trae usted la crónica que va a escribir sobre mí, la leeremos y yo veré lo que debe usted suprimir. No es miedo, no; pero usted comprende, hay cosas inconvenientes, algunas cosillas que no se deben decir.
–Es verdad, señor Martínez. ¿Y qué piensa usted de la guerra? –digo yo por preguntar algo.
–En eso pienso como Bernard Shaw. La guerra es el triunfo de los viejos. Ellos han ganado la guerra sentados en sus poltronas. La guerra la han hecho los hijos, es verdad, pero los viejos han salido ganando. ¿Me comprende usted?
–¡Sí, señor, sí le comprendo!...
–Además, es un peculado como cualquier otro. Los ministros de Francia, de Alemania, de Inglaterra, se han llenado los bolsillos.
–Sí, es cierto. ¿Me querría usted presentar a la señora Bárcena?
–Cuando usted vuelva se la presentaré. Es muy artista, siempre descontenta, siempre trabajando. En los papeles de ingenua es admirable. ¿No la ha visto usted? Además, no le importan los elogios ni las censuras. Cuando la elogian nosotros tenemos que enseñarle los artículos. Cuando usted vuelva ya se la presentaré.
–Muy bien, señor Martínez. ¿Tiene usted una cerilla?
Enciendo un egipcio y me despido del señor Martínez Sierra, agradeciendo el rato de charla tan agradable, verdaderamente muy agradable. Martínez Sierra se excusa con modestia y vuelve a rogarme discreción en sus palabras. Yo se lo prometo, y al salir:
–Véngase –me dice–. Acá en el teatro Eslava estoy siempre. Ya me daré un tiempecito para charlar con usted. Me trae la crónica y la leeremos. Yo le presento a Catalina Bárcena. No es miedo, pero como usted comprende...
–Sí, señor; sí comprendo.
El puchero –le digo, entre dientes, al salir.
Madrid, 1921
Del libro La linterna de Diógenes, de Ave del Paraíso Ediciones
(Catalina Bárcena, atriz de origen cubano, había ascendido en el mundo del teatro muy rápidamente por el apoyo de Gregorio Martínez Sierrra, que la convirtió en primera atriz de su compañía. Estas relaciones fueron uno de los temas confidenciales de María Lejárraga con los amigos. En 1916 confiesa por carta sus "fatigas amorosas" a su gran amigo el músico Manuel de Falla, aunque previamente se había sincerado con otros, como Juan Ramón Jiménez o Turina.)
–¡Esto es maravilloso! –digo mirando los cuadros de Barradas donde los jardines se empinan como golfines, donde los sillones danzan desenfrenadamente y los árboles pierden el equilibrio y se deshilachan en el aire verde. Los mosaicos desobedecen las leyes de la perspectiva y de la gravedad y se suben hacia el techo. La Bárcena tiene los cabellos de todos los colores y los labios siempre de un oro maduro. Yo le miro la boca a Martínez Sierra por ver si veo el oro que miro en los labios de la Bárcena. ¡Nada! Eso es ocurrencia de Barradas, que es un clown que tiene cara de caballo, según me dijo él mismo. Martínez Sierra tiene un bigotillo cano que cae sobre los labios incoloros. Tiene una cabeza enorme, un cuerpo deforme y habla con voz entera de hombre. También fuma continuamente. Es calvo. El oro de los labios de la Bárcena se lo ha guardado en los arcones.
–Sí, señor –continúa Martínez–, me gusta estar al día. Soy bolchevista y seré otras cosas más, si vienen.
–¿Cómo? ¿Y no tiene usted miedo de decirlo en un país monárquico y pacato como España?
–¿Miedo? ¡Ca! ¡Si lo digo en todas partes! En los pasillos de mi teatro, en mi casa, en todas partes. Hasta mi cocinera sabe que soy bolchevique.
–¿Y no tendría miedo de que los comunistas repartiesen su fortuna?
–¿Mi fortuna? Es verdad. Yo he hecho una fortunica, dándome de mojicones con la suerte. Yo soy obstinado. Tengo mucho carácter. Tengo que intentar una cosa mil veces, pero la consigo, siempre la consigo. No, no tendría miedo de repartirla a los pobres. Yo la volvería a hacer, aun bajo los comunistas.
Yo no sé por qué, pero pienso en Shilock. No sé por qué Martínez Sierra es, pues, o quiere ser, el reverso de sus comedias. ¡Todo un hombre! Es calvo, ya lo dije. Y muy digno, y muy respetuoso de sus ideas. Mirad, si no:
–El Rey me ha hecho llamar varias veces a su palco y yo me he negado a ir. Cuando me han nombrado en comisión a Palacio tampoco he ido. Yo no soy monárquico. El Rey lo sabe.
Yo abro la boca.
–¡Es usted un valiente! –le digo.
–No es eso todo. Mire usted. Yo asistí a un Congreso socialista que se realizó en Barcelona. Bueno, en ese Congreso se gritó: “¡Muera España!” Yo les dije: sois unos cobardes, porque debisteis hacerlo en Madrid, pero tenéis razón: “Muera España”.
Yo vuelvo a abrir la boca. Martínez Sierra se sonríe y me ofrece otro pitillo.
–Aquí todos son unos cobardes –dice luego–. Tienen miedo a decir cosas, miedo, miedo. Nadie se atreve, pensando en el puchero.
–Es verdad, señor Martínez: el puchero es el gran domador de rebeldías; todas las audacias fracasan ante el tocino. Y dígame, ¿usted no ha hecho comedias donde predique sus ideas socialistas y demoledoras?
–No, no he hecho ninguna. No porque tenga miedo ni pueda no hacerlas. Sino porque al público no le gustarían. Aquí se prefiere lo bonito a lo fuerte. Ya Lope tenía razón: “El público es necio y como el público paga...”
–Es verdad; de modo, señor Martínez, ¿usted cree que Lenin?...
–Sí, Lenin es un verdadero apóstol. Él redimirá la tierra de tantas injusticias. Lenin es un hombre extraordinario, y siempre tan calladito, tan sonriente, tan dueño de sí mismo. Sabe usted, cuando Lenin...
–¿Tiene usted un retrato, señor Martínes Sierra?
–No, ahora no lo tengo. Ya se lo daré cuando usted vuelva. Usted volverá, ¿no es verdad? Me trae usted la crónica que va a escribir sobre mí, la leeremos y yo veré lo que debe usted suprimir. No es miedo, no; pero usted comprende, hay cosas inconvenientes, algunas cosillas que no se deben decir.
–Es verdad, señor Martínez. ¿Y qué piensa usted de la guerra? –digo yo por preguntar algo.
–En eso pienso como Bernard Shaw. La guerra es el triunfo de los viejos. Ellos han ganado la guerra sentados en sus poltronas. La guerra la han hecho los hijos, es verdad, pero los viejos han salido ganando. ¿Me comprende usted?
–¡Sí, señor, sí le comprendo!...
–Además, es un peculado como cualquier otro. Los ministros de Francia, de Alemania, de Inglaterra, se han llenado los bolsillos.
–Sí, es cierto. ¿Me querría usted presentar a la señora Bárcena?
–Cuando usted vuelva se la presentaré. Es muy artista, siempre descontenta, siempre trabajando. En los papeles de ingenua es admirable. ¿No la ha visto usted? Además, no le importan los elogios ni las censuras. Cuando la elogian nosotros tenemos que enseñarle los artículos. Cuando usted vuelva ya se la presentaré.
–Muy bien, señor Martínez. ¿Tiene usted una cerilla?
Enciendo un egipcio y me despido del señor Martínez Sierra, agradeciendo el rato de charla tan agradable, verdaderamente muy agradable. Martínez Sierra se excusa con modestia y vuelve a rogarme discreción en sus palabras. Yo se lo prometo, y al salir:
–Véngase –me dice–. Acá en el teatro Eslava estoy siempre. Ya me daré un tiempecito para charlar con usted. Me trae la crónica y la leeremos. Yo le presento a Catalina Bárcena. No es miedo, pero como usted comprende...
–Sí, señor; sí comprendo.
El puchero –le digo, entre dientes, al salir.
Madrid, 1921
Del libro La linterna de Diógenes, de Ave del Paraíso Ediciones
(Catalina Bárcena, atriz de origen cubano, había ascendido en el mundo del teatro muy rápidamente por el apoyo de Gregorio Martínez Sierrra, que la convirtió en primera atriz de su compañía. Estas relaciones fueron uno de los temas confidenciales de María Lejárraga con los amigos. En 1916 confiesa por carta sus "fatigas amorosas" a su gran amigo el músico Manuel de Falla, aunque previamente se había sincerado con otros, como Juan Ramón Jiménez o Turina.)