Pepe Campos
A los amantes al arte taurino nos ha caído un milagro encima llamado Albert Serra. Su pasión por el cine —y su conocimiento— convierten su reflexión sobre la tauromaquia, Tardes de soledad, en un hito clave en estos tiempos tan anodinos que nos tocan vivir. Los aficionados a los toros somos conscientes, y es una evidencia, que para sobrellevar la vida tenemos los toros, por eso sólo pensamos en ello y le dedicamos toda nuestra energía vital, es decir, todo el tiempo, el libre y el alimenticio, e incluso aquél que nos pone contra las cuerdas ante la familia, los amigos y la sociedad, porque nadie nos entiende y se nos censura: es un camino en el que se pierden amigos, familia y notabilidad en el trabajo. ¿Qué chaladura es ésa de los toros? ¿Por qué ir tanto a los toros, y dedicarle todo el metraje de la vida como hacemos año tras año? Aquellos que estamos enamorados de la fiesta taurina lo intuimos y de incógnito lo sabemos —y nos lo trae Tardes de soledad, a la altura 2024— que no estamos equivocados sino que vivimos más, mejor, y de verdad, viendo toros y meditando sobre ello. Pues buscamos en este atavismo, que enfrenta al humano con el toro bravo en los redondeles de los cosos taurinos, las respuestas a los enigmas de la existencia humana y a la natural, debido a que la temática de la vida y la muerte se encuentra en la corrida de toros como una representación real y «continuada».
Me viene a la memoria la valiosa aportación a la investigación histórica y antropológica, en lo referente con los orígenes y las claves en la evolución del hecho taurino, de la obra de Ángel Álvarez de Miranda, Ritos y juegos del toro (1962). Para aquellos que quieran indagar en la mítica y en la simbología de lo relacionado con ese trato misterioso entre el hombre y el toro, convertido en fiesta social y espectáculo, sólo tienen que empezar con leer éste estudio citado. Pues bien, para quienes quieran ilustrarse sobre el componente ético y épico de la fiesta taurina a día de hoy, puede acudir a las pantallas de los cines —cuando se estrene a comienzos de 2025— a ver esta musculosa película titulada Tardes de soledad, de Albert Serra. Ayer se pudo ver la cinta en la Filmoteca Española, en el cine Doré, y escuchar en un coloquio final —hablar sobre la película— a su director Albert Serra. (No es el momento de hablar de los caprichos ideológicos de esta institución que la están convirtiendo en un detritus como servicio público —por no serlo— en el ámbito del cinematógrafo). En dicha charla final mencionada Serra comentó que a la hora de montar la película disponían de 740 horas filmadas, lo que les ha llevado a todo su equipo de filmación y montaje a tener que estar durante nueve meses trabajando sin descanso —sin días libres— para llegar a ensamblar la cinta que se ha quedado en una duración final de 125 minutos. Tal tiempo dedicado a la realización de este documental avala la valía de su logro con un resultado de enorme valor fílmico y antropológico. En primer término deberíamos destacar la sobriedad con la que está pensada y lograda la película, todo discurre dentro de un tono real, objetivo y sustantivo. Serra lo definió en el coloquio con el término «conceptual». Efectivamente, es un estudio del mundo de los toros que va al concepto, al núcleo, que no es otro, según se podría deducir, que al de los autores del suceso táurico, que son, el toro bravo y el torero, los toreros.
En lo referente al incuestionable protagonista de la fiesta taurina, el toro, el tratamiento es de una enorme dignidad. Aquí, en Tardes de soledad, el toro —tótem— es un personaje —sin entrar en ninguna tontería sobre el mundo animal— que emociona, que aparece en toda su dimensión, honorable, vendiendo cara su vida porque en ello justifica su existencia, y llegando a una muerte pausada, lenta, emotiva, tranquila, que se convierte en un hecho natural; algo que los aficionados a los toros conocen porque lo han visto tarde tras tarde, en miles de ocasiones y es un suceso que les conecta con los misterios del existir. La vida del toro es lucha —como la de los humanos, la de aquellos que no tienen privilegios— y su muerte es un ocaso que se funde con la naturaleza en instantes al unísono con lo que encierra el paso del crono, el transcurrir del tiempo natural que a todos nos va resaltando —cuando estamos vivos— y fundiendo en la escena de la realidad cuando entramos en la muerte. El ejemplo de ver al toro morir en Tardes de soledad, es una lección de filosofía, de entendimiento, de sentimiento de lo que es la vida, sin tapujos, sin aditamentos, sin interpretaciones. Deja con la boca abierta al que nunca se lo había planteado, y corrobora —en su afición— por «sentirse» en esa emoción de lo íntimo a quien conoce el quid de la tauromaquia. Allí donde películas con bastante ápice de antitaurinas —con crítica ideológica al hecho taurino— dejaron al toro bravo según acababan esas cintas, en el arrastre del animal tras morir (citemos Los golfos de Carlos Saura, 1960, o El momento de la verdad de Francesco Rosi, 1965), en ese enfoque final del toro entrando por la puerta del desolladero de las plazas de toros, precisamente, ahí, es donde Albert Serra retoma un punto esencial de la muerte del toro, pero para dignificarlo y explicarlo, para darlo a conocer y exponer que ello conlleva grandeza, naturalidad y no pena.
El segundo protagonista es el torero, el matador de toros, que en la película está interpretado por Andrés Roca Rey, pero no sólo por él, si no por toda su cuadrilla, sus hombres, los que le rodean, los que le animan, los que le ayudan, los que se entregan sin condicionamientos por defenderle y permitirle que pueda ejercer con la mayor de las garantías esa función sacerdotal que es una misión en la vida, la de ser matador de toros. No es una profesión, es un ejercicio ético, atávico, trágico, religioso, trascendental. Albert Serra filma que esta misión —vocación— de un hombre que elige ser matador de toros y lo relaciona de manera imbricada con la verdadera vida, aquella que ya nos quiso explicar y relatar Ernest Hemingway en Fiesta (1926). Decía Hemingway que la única persona (o una de las pocas) que vive una vida verdadera es el matador de toros. En la novela del autor norteamericano, este papel está representado por Pedro Romero, un matador mítico. En la película de Albert Serra es Roca Rey, un torero que se introduce en su rol de artífice de un ritual ancestral, un sacerdote que sacrifica al toro, ante quien expone su propia vida y a quien administra la muerte —algo más que un sacramento— porque la existencia le otorga ese derecho. El toro también tiene el derecho de matarlo a él, de matar al sacerdote, al hombre. En la escena de la corrida de Santander se nos muestra con toda la crudeza esta singularidad, pues aquél toro pudo matar a Roca Rey, pero le perdona, y así lo entiende el torero, al decir según arrastran al toro: «me has perdonado la vida». Esta certeza convierten al torero peruano en un hombre de verdadera entereza. Una prueba que sólo pasa en la vida quien ejerce la profesión de matador de toros. En estos últimos años me he preguntado sobre el misterio que lleva a muchos jóvenes a intentar ser matadores de toros, un sueño que muy pocos logran, pues hablamos de una de las actividades más complicadas y difíciles que existen en el devenir de lo humano. Tal vez, sea este deseo de querer llegar a sentir, de tener ánimo para superar ese examen que los hados reservan a los matadores de toros, el de llegar a saber —porque en algún momento de su trayectoria esta prueba aparecerá— si como hombres pueden estar a la altura de lo que Dios, tal vez, pueda exigir a los humanos, y que, posiblemente, no sea otra cuestión vital que la de llegar a ser dignos en nuestra condición de criaturas.