domingo, 22 de diciembre de 2024

Sobre cerdos y reglamentos


 

Vicente Llorca


Estos días de atrás una piara de cerdos ha aparecido corriendo por las tierras de un vecino. Desde las casas se veían lustrosos, satisfechos, aplicados en la generosa tarea de levantar la nueva cosecha que está naciendo en el suelo. O de rodear los numerosos robles de la besana, que este año están repletos de bellotas. Nadie viene a molestarlos. El vecino, que siembra con esmero, debe de conocer de la existencia de esta jubilosa piara y habrá llegado a un acuerdo con el dueño de los marranos, suponemos. O le dará igual que ahora levanten la cosecha y se coman la bellota que cae al suelo, porque en fondo todo es beneficio para la siembra.


Semejaba de pronto un paisaje un tanto antiguo, con la sierra nevada al fondo, donde unos cerdos concienzudos corren por la avena nueva, entre robles que ya han perdido la hoja, cercano el tiempo de las matanzas, pasada ya la Navidad.


Curiosamente estos días yo había recibido unos mensajes de un sobrino que estudia en Hostelería, allá por los montes vascos, y me pedía que le explicara la diferencia entre las matanzas tradicionales y las modernas. No lo sé muy bien: hace muchos años que en la finca se terminaron aquellas matanzas desorbitantes y tradicionales, que culminaban a la noche entre el olor a pimentón, el aguardiente y la lumbre, y con el mayoral viejo bailando la botella en el suelo, tal como se había hecho, decía, en casa de sus mayores siempre. (Un invitado mejicano bailaba también, agitando los brazos y dando vivas a la Virgen de Aguascalientes. Pero me temo que su danza por el contrario no figuraba en ningún libro de tradiciones pastoriles).


Le he preguntado a Asier, que anda en el monte y ha tenido cerdos toda la vida. Casi se cae del árbol. Ya está completamente indignado con todas las tasas y tributos que Hacienda le está endosando – a él y a los demás cortacinos- y cuando ha oído lo de las reglas modernas para la matanza casera ha prorrumpido en exabruptos muy poco adecuados para estar subido a la guía más alta de una encina.


Después, con calma, me ha contado. Piden un código casero, dice, que resulta laborioso de conseguir. Tienes que declarar el día, el lugar y la hora. No puedes utilizar el cuchillo de desangrar sino no sé qué anestesiante. Otro código cerrado y un cultivo exhaustivo de laboratorio. El número de registro de la víctima. Un número de cebo…Me he perdido. Asier viene a decir que matar en casa según la ley resulta imposible y que los que lo hacen todavía deben de hacerlo en algún tipo de oscuridad –oscuridad que él hace extensiva al último impuesto que les han aplicado.


Al poco, tomando café en la plaza, me encuentro con Javier, vecino también, que tiene fama de conservar una de las líneas más puras –y más agraciadas, me atrevería a decir
de marranas ibéricas. Javier recordaba el esmero que su madre, y las mujeres de la finca, ponían desde semanas antes en prepararlo todo. Y en el absoluto rigor con que luego se celebraba el rito. Me ha recordado una atención antigua: las mujeres en el cuarto de la chimenea apartando a todo el mundo, pesando en una romana la cantidad exacta de pimentón u orégano que correspondía a la carne, desechando minuciosamente las gorduras, moviendo sin descanso las ollas… Para mí el colmo de la exactitud era cuando se empeñaban, a mitad de la mañana, entre el hielo y la niebla, en bajar al río a lavar las tripas, arrodilladas en la orilla. Podían haberlas lavado en casa, en grifos y mangueras varias. Pero, presididas por la madre de P. que decía que siempre lo había hecho así, se empeñaban en que no quedaban iguales de ninguna manera. Y allí bajaban, por una cuesta en la que a veces patinaban al subir.
M., que está almorzando unos torreznos solemnes, es mucho más optimista. Ellos siguen celebrando la matanza en la finca, dice, y me explica varios mecanismos con los que la normativa del código cerrado- que no sé qué significa-, la comunicación del día y hora, la inscripción del libro de registro, y otras, quedan anuladas. O sencillamente ignoradas.


Primero nos saquearon las cuentas. Luego, la costumbre de la vergüenza. Finalmente, la vida cotidiana, proscrita en un torbellino de leyes y reglamentos varios.


Del dueño de los marranos de la finca vecina me hablan luego. Es un pariente algo lejano, por lo que dicen, y no tiene ni permiso de Ganadería, ni registro de la Unidad Veterinaria, ni código de nada, ni lo va a tener nunca, a lo que sabemos. Es el último insurrecto, comenta alguien, frente a la tiranía y la barbarie. Y los cerdos, que hemos vuelto a ver esta mañana, gozan de una salud excelente, ignorantes de los legisladores, los cobradores de impuestos.



La vie en rose