viernes, 20 de diciembre de 2024

Derecha, Historia y Memoria Histórica



Pedro Carlos González Cuevas


Dejémoslo claro. La historia no es un saber empírico, sin supuestos. Tal pretensión, en la que algunos todavía dicen creer, no pasa de ser un subterfugio. Como señaló Robin George Collingwood, no existe investigación sin una previa filosofía de la historia que la sustente. Ya Erich Rothaecker y Hans Georg Gadamer señalaron acertadamente que la escuela histórica de Ranke, Droysen y Dilthey, pese a su rechazo de la construcción filosófica al estilo de Fichte o Hegel, se basaba, de facto, en los principios teóricos de la filosofía idealista alemana y del romanticismo. Por ello, es preciso distinguir entre “pasado” e “historia”. Y es que el “pasado” es, señalaba David Lowenthal, un “país extraño”. Se nos escapa; la historia es, en consecuencia, una construcción intelectual. Sin un enfoque filosófico y político la definición de la historia más plausible sería la sostenida por William Shakespeare, en Macbeth: algo “contado por un necio, lleno de ruido y furia, que nada significa”.


  En ese sentido, resulta decisiva la dimensión política del saber histórico. El economista y filósofo Friedrich Hayek señala que política e historia se encuentran íntimamente relacionadas. La historia es, desde su perspectiva, tanto ciencia como arte, y aquél que intenta “escribir historia y olvida que esto le plantea la tarea de formular una interpretación a la luz de unos determinados valores se engaña a sí mismo y será víctima de sus prejuicios personales subconscientes”. No menos importante es el hecho de que, como advertía el neopragmatista Richard Rorty, una de las funciones del saber histórico es la de proporcionar al público no una imagen objetiva del pasado –algo imposible, sino los fundamentos de lo que debería ser una nación. De ahí que los debates historiográficos puedan entenderse como discursos en torno al futuro de las sociedades. Como liberal de izquierdas y pragmatista, Rorty presenta al poeta Walt Whitman y el filósofo John Dewey como ejemplos a seguir.


  A esta percepción pueden sumarse las meditaciones de Walter Benjamin sobre los denominados “juicios de la historia”, que, según el pensador alemán, nunca son definitivos e inmutables. Y es que el porvenir puede reabrir expedientes históricos supuestamente “cerrados”, “rehabilitar” personajes y tendencias políticas calumniadas; reactualizar experiencias y aspiraciones vencidas o juzgadas “utópicas”, “anacrónicas” y “a contrapelo del progreso”.


  En sus Cuadernos de la cárcel, el pensador comunista Antonio Gramsci planteó la relación entre el pasado y el presente histórico. A su entender, “el presente comprende todo el pasado”. En ese sentido, la crítica del presente no significa tan sólo su “discontinuidad” y “revocabilidad”; significa igualmente la necesidad de incluir en la crítica del presente la del pasado. Sin esta dimensión, la crítica del presente resulta parcial y, por lo tanto, también inadecuada, inactual. Si es verdad que la historia es el presente; es también verdad que el presente es historia. Gramsci señaló también, precisamente, que si el presente es “crítica del pasado, además (por ello) es su propia superación”.


  Así, la interpretación del pasado constituye una directa intervención en el presente; el conocimiento del pasado se convierte en un instrumento privilegiado para interrogar al presente y para comprender lo que de novedad éste nos trae; en la narración del pasado se hacen presentes programas de carácter político, social y simbólico. En ese sentido, el siempre lúcido Edward Hallet Carr, maestro del realismo histórico y político, se hacía eco de las variaciones valorativas que había experimentado la interpretación de Roma, como consecuencia de los cambios de contexto político desde el siglo XVIII al XX: “Gibbon encontró su héroe en Marco Aurelio, el emperador filósofo; los revolucionarios franceses, con su odio a la tiranía y su afirmación por la retórica, vieron en Catón y Bruto, las dos cumbres de la grandeza romana; en el siglo XIX, que sería después el descubridor de la sobrevivencia del más fuerte, puso su predilección en Julio César; otra época reciente cuya apreciación de los problemas de planificación y organización a gran escala es más firme, ha podido valorar los méritos de Augusto”.


  Por ello, es preciso distinguir entre una historia de derechas y otra de izquierdas. ¿Cuáles serían las señas de identidad de una historiografía que podríamos conceptualizar como de derechas? A mi modo de ver, la esencia de la derecha como tendencia política, social y filosófica, radica en las características de su “visión” de la realidad. Siguiendo a Thomas Sowell, entendemos por “visión” un acto cognitivo preanalítico, es decir, lo que “intuimos o sentimos antes de elaborar un razonamiento sistemático que se puede llamar teoría”, “una percepción de cómo funciona el mundo”. A partir de ahí, Sowell clasifica las “visiones” en dos categorías muy amplias, la “trágica” y la “utópica”. La primera enfatiza las restricciones humanas, mientras que la segunda lo hace en la posibilidad de superación de esas restricciones. Así pues, una ideología o filosofía política puede ser conceptualizada como derechista cuando tiene como fundamento las restricciones inherentes a la naturaleza y la vida humana. Lo que se traduce en el pesimismo antropológico, la defensa de las diversidades nacionales y culturales, de la necesidad de jerarquías sociales, de la religión o del sentido de “lo sagrado”, de la tradición como norma de acción; y el reformismo social frente a los planteamientos revolucionarios. La “visión” trágica tiene una serie de inevitables consecuencias a la hora de perfilar una concepción de la historia. En primer lugar, los seres humanos son concebidos como una mezcla de naturaleza e historia, de biología y cultura. Lo específicamente humano, que le diferencia de otras especies, es, sin duda, el factor histórico-cultural. El ser humano es inseparable del contexto cultural en el que ha nacido y ha desarrollado su personalidad. Viene al mundo como heredero. En ese sentido, para el hombre de derecha, la historia se expresa, como señala Robert Nisbet, “no en forma lineal, cronológica, sino en la persistencia de estructuras, comunidades, hábitos y prejuicios, generación tras generación”. Una visión conservadora de la historia que  considera ésta como un proceso que se desarrolla de manera continua a través de la inserción de lo nuevo en lo viejo, derivado de la evolución y no como producto exclusivo de metas o intenciones. La historia avanza, como hubiera señalado Hegel en su interpretación conservadora, dialécticamente, es decir, superando el estadio previo e incorporando cuanto de positivo había en él. Una concepción de la historia que no busca el retorno al pasado, sino un nuevo equilibrio entre las nuevas y viejas realidades sociales y políticas. En el fondo, una forma de desarrollo histórico no revolucionario, cuya posibilidad se va creando con la emergencia de las nuevas realidades sociales, políticas y económicas.  A ese respecto, es característico de la derecha su realismo político y el consiguiente rechazo de las concepciones utópicas o teleológicas de la historia según las cuales en cierto momento sobrevendría una sistematización definitiva del género humano; lo cual significaría colocarse fuera de la historia y de la vida, que es continuo ir y devenir. Nada más anticonservador, en ese sentido, que aquella profecía de Francis Fukuyama sobre un presunto “Fin de la Historia”, en base al triunfo del sistema demoliberal y la economía de mercado.


  La visión trágica del proceso histórico tiene su traducción política. El filósofo británico Michael Oakeshott ha distinguido entre “políticas de fe” y “políticas de escepticismo”. La primera tiene como fundamento la capacidad de los seres humanos para perfeccionarse mediante sus propios esfuerzos, posibilitados por el descubrimiento de métodos para difundir el poder del Estado como instrumento esencial para el control y diseño y el perfeccionamiento de los individuos. Es el triunfo de lo que Oakeshott denomina “racionalismo político”; y Friedrich Hayek, “constructivismo”. Frente a ello, la “política de escepticismo” tiene como fundamento las restricciones humanas. Y es que la experiencia histórica es tan variada y compleja que jamás podrá triunfar ningún plan de ordenamiento y reconstrucción de los asuntos humanos; de ahí la importancia de tener en cuenta los contextos históricos y las tradiciones de las sociedades concretas.


 Los discursos histórico-políticos y las obras históricas tienen como marco lo que, siguiendo al sociólogo Pierre Bourdieu, denominamos campo historiográfico, es decir, un espacio social, un microcosmos con una autonomía relativa y poseedor de su propia lógica. En este campo determinado se producen enfrentamientos que responden a relaciones de fuerza. Tiene sus dominantes y sus dominados. El triunfador es aquel que logra instaurar en su seno lo que Allan Megill denomina “narración maestra”, “Grand Narrative”, es decir, un relato que “pretende ofrecer el testimonio acreditado de la historia en general”.


  Desde esta perspectiva, el tema de la denominada “memoria histórica” adquiere un papel fundamental no sólo desde una perspectiva histórica, sino política. A ese respecto, hay que reiterar, en primer lugar, que la historia y la “memoria histórica” o “democrática” no sólo no son de igual naturaleza, sino radicalmente opuestas. La “memoria histórica” tiene como objetivo, confesado o no, fundar una identidad o garantizar la supervivencia de un grupo humano concreto. Se trata de un modo de relación con el pasado de carácter afectivo y, a menudo, doloroso; lo que implica un culto al recuerdo y a la conmemoración obsesiva ante ciertos sucesos. Cuando se funda, como suele suceder, sobre el recuerdo de experiencias trágicas, alienta y legitima a los que se sienten víctimas. El riesgo que se corre entonces es el de asistir a una especie de competencia entre “memorias”, que puede dar lugar al nacimiento de una rivalidad de víctimas, en la búsqueda de extender deudas simbólicas. La “memoria histórica” es selectiva por naturaleza, ya que tiene por fundamento una selección partidista de los acontecimientos. En ese sentido, “memoria histórica” e historia representan dos formas de nuevo antagónicas de relación con el pasado. La primera se sostiene en la conmemoración; mientras que la segunda lo hace mediante el trabajo de investigación. La primera se encuentra, por definición, al abrigo de dudas y revisiones; la segunda admite, por el contrario, y por principio, la posibilidad de crítica, de revisión, en la medida en que ambiciona establecer los hechos y contextualizarlos para evitar anacronismos. La “memoria histórica” demanda adhesión; la historia distancia. Sin embargo, no es únicamente que “memoria” e historia sean distintas. Es que las leyes de “memoria histórica” son incompatibles con el saber histórico. Como hubiera dicho Keith Jenkins, se trata de un intento de “congelar” la historia, al modo de George Orwell en 1984. Filosóficamente, como ha destacado el filósofo Alain Badiou –hombre de izquierda– la “memoria histórica” tiene un claro componente anticristiano, por su insistencia en la venganza, en contra del perdón y la redención. De la misma forma, como señala Pablo de Lora, el recurso a la “memoria histórica” implica, por su propia esencia, un problema político, ya que implica una interpretación sesgada y maniquea de la guerra civil, el régimen de Franco e incluso el sistema político de 1978. Y es que, como señalamos en esta obra, las ofensivas en torno a la “memoria histórica” tiene como objetivo político la instauración de la III República. Es una de las grandes reivindicaciones del conjunto de las izquierdas. Pero las derechas tienen también, y en no poca medida, su parte de culpa en este sinuoso y tortuoso proceso histórico-político. Se ha dicho, y es cierto, que el recurso a la reivindicación de la “memoria histórica” no fue iniciado, en realidad, por José Luis Rodríguez Zapatero, sino por Felipe González Márquez, hoy tan alabado por la derecha obtusa, cuando vio quebrarse su dilatada hegemonía política desde los años noventa del pasado siglo. Sin embargo, creo que es preciso profundizar más en este tema. En realidad, este proceso tiene sus orígenes en el propio Partido Popular y sus periodistas afines, cuyo arquetipo ha sido y es Federico Jiménez Losantos, uno de los grandes charlatanes y muñidores de las derrotas de la derecha española a nivel cultural y simbólico. El periodista turolense dedicó un par de libros a la tortuosa figura de Manuel Azaña Díaz, una Antología del escritor alcalaíno y el libro La última salida de Manuel Azaña, publicado por Planeta y que fue ganador del Premio Espejo de España el año 1994. En ambas obras, Jiménez Losantos presentó a Manuel Azaña como una figura histórica ejemplar y como representante de la idea liberal y democrática de España. En el fondo, se trataba de un auténtico fraude mediático a todos los niveles, historiográfico y ético-político. El historiador Santos Juliá Díaz, experto por antonomasia en la figura del político alcalaíno, demostró que la obra que había “merecido” el Premio Espejo de España era, en buena medida, un plagio del libro de Cipriano Rivas Cherif, Retrato de un desconocido. Lo de menos, con ser grave, y mucho, era la escasa honradez intelectual del periodista; lo superlativamente grave fue su influencia en José María Aznar López, hombre de escasas luces intelectuales, que recogió acríticamente dicha interpretación y la puso en marcha a nivel político, reivindicando al alcalaíno como precursor intelectual de la nueva derecha liberal española. De inmediato, los representantes de la izquierda política e intelectual interpretaron tal recurso como fruto de la debilidad político-moral de la derecha española. Así, el antiguo comunista Jorge Semprún sostuvo que la valoración aznarista de Azaña demostraba que “los valores de los vencidos de la guerra civil son los que fundan la ley moral”; mientras que para el socialista Fernando Morán era la prueba de que en la derecha existía “un evidente deseo de catarsis”, de “baño y de limpieza en el Jordán”.  Sin duda, se había abierto una cuña en el imaginario colectivo de la sociedad española La interpretación de Jiménez Losantos no pasaba de ser un subterfugio, fruto de su concepción mercantilista, empírica y utilitarista de la labor periodística e intelectual. Prueba de ello es que ha abandonado ya hace tiempo. Ahora, no duda en calificar el presidente republicano de “dictador”.  Sin embargo, el mal ya estaba hecho; y las consecuencias fueron más lejos. Cuando el Partido Popular llegó al gobierno no dudó en noviembre de 2002 en condenar el 18 de julio y el régimen de Franco.  El camino hacia las leyes de memoria histórica estaba ya expedito. Sólo faltaba que alguien, como José Luis Rodríguez Zapatero, se decidiera a promulgarlas abiertamente; y lo hizo. En un primer momento, el Partido Popular se opuso. Sin embargo, figuras carismáticas como Esperanza Aguirre disintieron de esa esa estrategia, afirmando que su partido se había colocado en “el lado malo de la historia”. 


  Las estupideces y desatinos de Jiménez Losantos no pararon ahí. A la hora de plantear los debates historiográficos, se alió, cuando estuvo en la COPE, con un farsante y charlatán como César Vidal Manzanares, cuya afición a la intertextualidad y a la “negritud” eran más que conocidas; y con un diletante historiográfico como Pío Moa. Para mayor inri, el PP no sólo aceptó la interpretación liberal-conservadora de Azaña, sino que hizo suya la de Fukuyama sobre el presunto “fin de la historia”. El desarme era total frente a una izquierda que dominaba plenamente el campo historiográfico y académico. La FAES, aunque publicó una colección de meritorias biografías de los hombres representativos del liberalismo-conservador y de la derecha, no incidió directamente en el tema de la “memoria histórica”. Historiadores afines al PP, como Pedro Corral, realizaron estudios empíricos sobre los desmanes revolucionarios durante la guerra civil, pero lo han hecho desde un talante excesivamente tímido, como pidiendo perdón y buscando un imposible equilibrio con una izquierda sectaria que se niega a debatir dada su posición dominante a todos los niveles.


Cuando, bajo la jefatura de Mariano Rajoy Brey, el Partido Popular retornó al gobierno, no derogó la Ley de Memoria Histórica. Actitud pasiva que contrastó con la capacidad de decisión del nuevo líder socialista Pedro Sánchez, que, tras su llegada al gobierno, no tuvo ninguna duda a la hora ordenar la exhumación de los cadáveres de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera de sus tumbas en el Valle de los Caídos. Toda una ruptura simbólica cuyas consecuencias aún tardarán en hacerse tangibles a nivel social y político.  El Partido Popular, esta vez bajo la dirección del pánfilo Pablo Casado, tuvo poco que decir; se abstuvo. Sin embargo, la ofensiva de Pedro Sánchez y el conjunto de las izquierdas no paró ahí. Con el apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos, con los herederos de ETA, aprobó una nueva ley, la de Memoria Democrática en octubre de 2022, que instaura la “Grand Narrative” de la historia de España. Y que no sólo condena los regímenes de Primo de Rivera y de Franco, sino la tradición liberal-conservadora representada por las constituciones de 1837, 1845 y 1876. Desde esta perspectiva, el régimen actual se identifica con su tradición con las constituciones de 1812, 1868 y 1931, antecedente de la actual de 1978. Esta Ley es todo un paradigma de la interpretación izquierdista de la trayectoria histórica contemporánea de la nación española. Tiene por fundamento una visión utópica, racionalista, constructivista de la realidad histórica que lleva a una peligrosa “política de fe”, que pretende que los regímenes denominados democráticos pueden ser instaurados sin una previa realidad social, económica, política y cultural, que no se improvisa y que es consecuencia de un proceso de larga duración. Estados Unidos y Gran Bretaña son un claro ejemplo de ello, al igual que Francia o Alemania. Las democracias liberales –aunque los redactores de la Ley de Memoria Democrática no piensan sólo en ellas, incluyen entre sus preferencias a comunistas, socialistas revolucionarios y anarquistas, es decir, a sus ancestros– no nace de la ciencia infusa. Ignora o caricaturiza la aportación de las tradiciones conservadoras a los procesos de modernización de la sociedad española. Desconoce, además, que, como defendía Leopold von Ranke, cada época histórica tiene su propia lógica, su propio sentido, porque está “directamente relacionada con Dios”, y su mérito estriba en “su propia mismidad”.


El Partido Popular se opuso esta Ley. El no menos pánfilo Núñez Feijoo mostró, sin embargo, un claro desinterés hacia el tema. Y eso que ponía en el punto de mira censor a la Restauración, la época histórica preferida por los turiferarios y dirigentes del PP. Sin duda, para ellos, la economía es más importante. Y su partido ha rechazado recientemente apoyar la Ley de Concordia propugnada por VOX en Castilla-León, en Baleares y en otras comunidades autónomas donde es mayoría. Una nueva traición intelectual, política y moral.  Y es el PP el gran dique para el logro de la reforma intelectual y moral que la sociedad española necesita. Los debates historiográficos forman parte ineludible de este proyecto regenerador. No debe olvidarse que los recientes éxitos de las derechas identitarias no son ajenos a la profunda revisión histórica lograda por Renzo de Felice en Italia, por François Furet en Francia o por Ernst Nolte en Alemania. Sin embargo, frente a esta necesaria labor político-intelectual, el PP se ha convertido en un auténtico compañero de viaje de las izquierdas y de los nacionalistas. No tiene remedio. Conjeturo que más pronto que tarde ha de pagar su traición, producto de su estupidez y de su desprecio feudal hacia la labor intelectual.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera