Hughes
Abc
Rajoy compareció ayer analógicamente para confirmar que «irá encantado» a declarar ante el juez, cuando lo que irá es obligado. Lo hará «con total normalidad», dijo, lo que proclama definitivamente una situación en la que no cabe escandalizarse si el partido de gobierno no sale del juzgado.
Un PP que es el PP de Rajoy, no el PP de Aznar, ni el de Aguirre, ni el de Madrid (difusor, por cierto, y mecenas de un cacareado liberalismo con dinero ajeno que ha sido una de las más grandes plastas político-mediáticas en lo que va de siglo). El PP de Rajoy que, eso sí, es el heredero del PP de Aznar y del AP de Fraga, pieza fundamental de un régimen de partidos que funciona no hacia la corrupción, sino desde la corrupción (y si no, miren al zapaterismo en Venezuela).
Rajoy decidió liderar una resistencia a sí mismo haciendo el don Tancredo. Mientras recibía estáticamente al toro, mientras se quedaba parado, hecho estatua, el partido simulaba una limpieza desde dentro que, sin una partícula de democracia interna, llenaba sus cuadros de irrelevancia y seguidismo. Falso quietismo político.
Rajoy no puede exigir reformas y mucho menos regenerar un país, ilusorio cometido para el que alguna vez se creyó llamado su partido.
Este PP molusco-gurteliano recuerda en algún momento al PSOE de González, y sin embargo el tancredismo ha generado hasta una hegemónica corriente intelectual, la del «nunca estuvimos mejor»: teóricos de la conllevancia por sistema, pero sobre todo del conllevarse la pasta.
El tancredismo rajoyita es la erección patitiesa de todo lo que ya venía orteguianamente muerto.
En las últimas horas se ha dibujado un fresco curioso: proyecciones cainitas del partido (¿el femenino de cainita?), una lideresa «Feud» entre lágrimas neopopulistas, inmobiliarias, tramas angoleñas, un capo mediático y un tertuliano estructural, una televisión llegando antes que la guardia civil y el autobús de Iglesias preparado como por casualidad. Porque todo lo que le pasa al PP desemboca en Podemos, producto de estos años y a la vez garantía de su necesidad.
Rajoy declarará, pues, y estará obligado a decir la verdad. Ahí querré ver yo a mis clásicos de la «posverdad».