domingo, 16 de abril de 2017

Identidad y alteridad. Acto 3: La historia momificada

 Sepulcro del cardenal Cisneros, el 21 de Julio 1936

Jean Palette-Cazajus

De forma imprevista, esta nueva singladura la empujan los alisios de la actualidad. Cada día se encarga de proporcionarle material para ilustrar el complejo dilema de su título. Esta vez fueron las declaraciones de José Antonio Sánchez, presidente de RTVE. En la Casa de América “invocó varias veces -decía la prensa- el espíritu civilizador, colonizador y evangelizador de España en territorio americano, las bondades de la conquista ("iglesias, escuelas y hospitales") […],  negó el exterminio de los indígenas […]” y terminó diciendo que “ lamentar la desaparición del Imperio azteca era como mostrar pesar por la derrota de los nazis en la II Guerra Mundial". No pienso meter ni una uña en tan estúpido engranaje. De esta conflictiva historia existe hoy un razonable balance proporcionado por siglos de labor de la comunidad de historiadores. Pero recuerdo de pronto una carta a Marcel Bataillon, el autor del mítico “Erasmo y España”, en la que Américo Castro, harto de bajunas descalificaciones, le expresaba su temor de que “no comprendiera lo que es formar parte de una comunidad humana sin noción de quién es. Se trata de ver si es posible que un pueblo se despierte, se trata de poner historia en un lugar de mentira y mitología”.
 
Sentados de izqda a dcha, Navarro Tomás, Menéndez Pidal, Américo Castro, Pedro Salinas

Más allá de la mentira y la mitología, conviene hablar en este caso de una mezcla de inoportunidad, frivolidad y anacronismo intelectual. Con un  punto de histrionismo evocador de tiempos casposos. Esta visión necia, mesiánica y rectilínea de la identidad española -entendida por otra parte como la castellana- parece sacada de “Ideas de los españoles del siglo XVII”, un libro que tuvo su hora de gloria en 1927. El autor era Miguel Herrero García, profesor de latín de Julio Caro Baroja, el mismo que publicaría en 1970, “El mito del carácter nacional”. Herrero García daba respuestas dignas del catecismo del Padre Astete. Sus españoles eran: “sobrios, valientes, veraces, arrogantes, corteses, agradecidos, hospitalarios, pecaban de soberbios, poco aficionados a oficios y trabajos, coléricos y sin gran simpatía mutua”. La salida de pata de banco del Sr Sánchez nos muestra que sobreviven ejemplares de aquella escuela empeñada en determinar no tanto quiénes son los españoles sino lo que “deben” opinar de sí mismos. Frente a un tema tan vidrioso como el de la identidad nacional, tan resbaladizo, tan inaprensible y, sin embargo, dotado de realidad propia, se camina siempre en terreno minado. Sus defensores pueden dividirse, simplificando, en dos categorías básicas. La primera, no requiere intervención neuronal y la ilustran los hinchas de las selecciones nacionales balompédicas. Su actitud equivale al inquebrantable sentimiento de sí mismas característico de las comunidades tradicionales, el que describía Lévi Strauss en el conocido texto que resumíamos en nuestra ultima entrega: Nosotros somos los “hombres de verdad” y ellos son “huevos de piojo”. La segunda categoría también puede ser muy asertiva, pero pica más alto, gusta de los grandes relatos y de  la imaginación. La integran los partidarios y lectores de la “novela” nacional, de la que existen varias versiones, algunas, desgraciadamente, muy simplonas.
 
El suspiro del moro
 Unceta (1885)

Es que la historia del sentimiento nacional en tierras de la modernidad occidental es pura literatura. Lo que no quiere decir que todo sea artificial en ella, como quiso convencernos Eric Hobsbawm, o puramente imaginario, como  insinuaba Benedict Anderson. No se puede evacuar tan fácilmente una vivencia hondamente compartida por muchas cabezas. El problema es que el contenido de las cabezas es muy heteróclito. Quisieron los azares de la actualidad que coincidiendo con las estupendeces del presidente de RTVE, tropezara con el vídeo de un debate celebrado en 2013, en el Instituto del Mundo Árabe (IMA) de París sobre el manido tema de “las tres culturas”. Por parte española intervenían Juan Goytisolo y Reyes Mate. De sus palabras brotaba una concepción de la “realidad histórica de España” exactamente inversa de la que exaltaba el Sr Sánchez. De sus intervenciones cabía interpretar que a partir de la toma de Granada, con la expulsión de los judíos y más tarde de los moriscos, España había entrado en el túnel de las tinieblas, de la intolerancia y el oscurantismo definitivos y definitorios. Una España del “control del pensamiento” llegaba a formular Reyes Mate.

“La realidad histórica de España” fue uno de los libros de cabecera de mi adolescencia. Puedo decir que veneraba a Américo Castro. Luego me dejé abducir por la ideología dominante que terminó difuminando la originalidad de su obra. Más que de las tesis de Sánchez Albornoz, Castro fue víctima de la hegemonía de una historiografía marxista obsesionada por los determinismos socio económicos y sobre todo por la gran impostura de aquella seudojerarquía que sometía las “superestructuras” simbólicas y vivenciales a unas supuestas “infraestructuras” materiales y sociales. La historia según Américo Castro es una historia existencial, en el fondo una historia de los valores, una historia marcada por la constante presencia del dilema kantiano del “Sein/Sollen”, entre el ser y el deber ser. Salvando las distancias, hallo puentes sutiles entre Castro y el etnólogo Louis Dumont (1911-1998) de quien me siento tan absoluto deudor.
 

 El camino de Flandes
Ferrer Dalmau

Américo Castro tuvo muchas y auténticas fulgurancias expresivas; así con la famosa “morada vital”, que designa “el hecho de vivir ante un cierto horizonte de posibilidades y obstáculos” y en absoluto implica que la existencia de los españoles hubiese quedado determinada definitivamente por un concreto momento histórico. La “morada vital” era el marco que permitía el acceso a  la “vividura” -otro acierto expresivo - referida  “al modo como los hombres manejan su vida dentro de esta morada, toman conciencia de vivir en ella”. De ningún modo puede inferirse de aquello la creencia en un destino sustancialista de España, determinado definitivamente, tras el final de la Reconquista, por el problema de “las tres castas”. “Todo lo que el pasado lega, recibe el sentido que le presta la estructura presente de la vida de un pueblo” escribía. En el pasado de la fantaseada España “de las tres culturas”, Goytisolo y Reyes Mate quieren encontrar la primera manifestación del multiculturalismo. Pero donde la formulación de “las tres culturas” quiere inducir la idea de idílica convivencia, hablar de “las tres castas” asume básicamente la conflictividad real. Américo Castro habla de la historia de España como una historia de inseguridades y firmezas. “Los españoles -decía bellamente- tuvieron conciencia vivísima de que su existir era un hacerse y un deshacerse”, o un “vivir desviviéndose”.

Desde la temprana Edad Media la absoluta alteridad, para las sociedades, era la religiosa. A partir de la invasión musulmana, los moradores de lo que todavía no conviene llamar  España, como explicó Joseph Pérez, querido ex profesor, tuvieron una conciencia, más clara o más difusa, de que eran fronterizos de una profunda alteridad a la que ningún otro pueblo de la cristiandad occidental iba a ser confrontado. Los otomanos irrumpieron en los Balcanes cuando en España terminaba la Reconquista. Las consecuencias siguen lastrando la existencia de aquellos pueblos. En aquella articulación entre los siglos XV y XVI, los azares geopolíticos y dinásticos desempeñaron un papel determinante sobre el “destino” de España. Soy incapaz de saber si la trayectoria imperial de España fue una suerte o una desgracia histórica. O si lo mejor que le pudo pasar hubiese sido una victoria de los Comuneros, como piensa un amigo mío de clara ideología conservadora. Creo que el destino imperial fue de alguna forma una fatalidad asumida. “Rebelde a la ley y a cualquier norma estatal, el español fue dócil a la voz de su esencia y al imperativo de su persona absoluta” escribía Américo Castro. Hablar hoy de “esencia” escuece, pero la frase abre caminos. Los cristianos viejos buscaron la legitimación y la confirmación de su autoestima asumiendo el imperio y sirviéndolo. El imperio extremó la conciencia de casta de los cristianos viejos suscitando entre la colmena humana de quienes lo regían y administraban, la competición por los estatutos de limpieza de sangre. 

La blanca Cuba, el caballero yanki y el villano español
 
Pero al principio de su reinado, Carlos I protegió el círculo de erasmistas españoles, como los hermanos Juan y Alfonso de Valdés, tal vez el propio cardenal Cisneros, por no hablar de Juan Calvete de Estrella, preceptor del príncipe Felipe. El contraste es total con su reacción drástica cuando en 1556, ya retirado en Yuste, le informan de la existencia de grupos protestantes en Valladolid y Sevilla. Los avatares de la construcción del llamado estado moderno pasaban indubitablemente por la famosa fórmula “cujus regio ejus religio”. Involucrada durante toda la Edad Media en la difícil coexistencia de las “tres castas”, España expulsó a sus judíos en los albores de la modernidad y el auge de la historiografía humanista actuó como caja de resonancia de los acontecimientos. Los otros reinos cristianos lo habían hecho de forma casi inadvertida en tiempos anteriores. Inglaterra en 1290; Francia en cuatro ocasiones entre 1182 y 1394. El joven Carlos I, como todas las cabezas pensantes de la época, sabía urgente la necesaria reforma interior del Catolicismo. Pero la terrible irrupción de un cisma cambiaba radicalmente las tornas. Pocos años después de la traumática expulsión de los judíos, más terrible si cabe porque enfrentaba a los propios cristianos, repuntaba la posibilidad de una nueva grieta mortal. Quedaba cuestionada la precaria coherencia del nuevo estado unitario en un momento en que la “diferencia” morisca preocupaba a muchas cabezas. En un momento en que fresco quedaba el recuerdo del drama de Germanías y Comunidades.

Luego, durante el reinado de Felipe II, coinciden la trágica rebelión de las Alpujarras (1568-1571) y las 8 guerras de religión que asolan a Francia entre 1562 y1598. Llamados en su auxilio por los católicos parisinos, los tercios españoles fueron testigos de primera mano de aquellos desastres que solo finalizan cuando el primer Borbón, el hugonote Enrique IV -“París bien vale una misa”- retorna al catolicismo para acceder al trono. Dificilmente podía el ambiente general convencer al Rey Prudente de las bondades del “multiculturalismo” religioso. En puridad sólo se puede hablar de “nacionalcatolicismo” durante el reinado de Felipe II. Con los dos monarcas siguientes, la fuerza de la inercia, que siempre termina dictando su ley -Hannah Arendt dixit- sobre los procesos conscientemente iniciados, ya empieza a dejarse notar y pesará sobre toda la historia ulterior. La literatura de la controvertida “leyenda negra”, no solamente ella, se complace en vituperar la “arrogancia española”. La historia sólo la escriben los vencedores, recordaba Walter Benjamin.  Incluso hoy son pocos los que pueden permitirse optar por un tercer término que no sea ni la arrogancia ni la humillación. Por qué no prestarle oídos a Américo Castro también en esta ocasión, cuando halla en cristianos viejos y nuevos de la “edad conflictiva” una “conciencia de tener que estar siendo de un modo, y de tener que estarse comportando de otro”.


 Sánchez Albornoz, Menéndez Pidal y Américo Castro, en Guadarrama

A diferencia de Alemania, o en cierta medida de Inglaterra, España no ha ofrecido, en la edad moderna, una alternativa a la «ideología francesa». España desconfió de la abstracción intelectual de los principios políticos franceses. Durante la modernidad, Francia mantuvo un encuentro más o menos confiado con la historia. España pareció desconfiar de ella. Como habitada por el temor a salir estafada del encuentro, expoliada en su ser. En la “vividura” posimperial de España los oropeles de la tutela eclesial contribuyeron a ocultar la realidad de una “inflación” ontológica excepcional. Parece que España se mostraba óntica y perimetral donde Francia era subjetiva y transversal. Quiero decir que España se muestra preocupada por la historia de su ser y Francia por su biografía. España sigue mostrándose particularmente torturada por la existencia propia y por el sentido de su recorrido histórico. Nunca sabremos si el camino seguido fue resultado de la elección, de la fatalidad, del sinsentido o es simplemente inasequible al albedrío humano. Pero este tipo de preocupación es más generalizado de lo que parece. En muchos aspectos se podría decir que Francia vive hoy su propio 98.

Sin duda, el presidente de RTVE pensaría, ufano, “poner una pica en Flandes”. En realidad sus palabras sólo pueden entenderse desde un avanzado estado de momificación. La que afecta el patético limbo de su forma de pensar y, mucho más grave, la que caracteriza su polvoriento concepto de la realidad histórica de España. España y Francia son países con afirmadas y distintas personalidades. Pero comparten más cosas de lo que parece. Una de ellas es una indudable fragilidad existencial. A diferencia de Alemania o de los imperios anglosajones en que nada venía a enturbiar la voluntad de poder, en España y en Francia la voluntad de poder siempre se supeditó a una “modalidad del ser”. 
 
Molinos de viento