Camille Desmoulins (1760-1794)
Jean Palette-Cazajus
No es cuestión de iniciar aquí un grueso volumen de filosofía política y nos contentaremos con definiciones someras. Entendemos por “Ideología francesa” los principios recogidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 tal y como fueron conceptualizados, asumidos y reinterpretados por los sucesivos regímenes republicanos. Los caracteriza la dimensión abstracta y la pretensión universalista. Muchos politólogos han usado la expresión pero quien mejor la delimitó fue el etnólogo Louis Dumont. Supo situarla en un marco comparativo que resaltaba sus peculiaridades y permitía contrastarla con otra ideología construida sobre fundamentos y valores antitéticos.
Para Dumont, el contrario de la “Ideología francesa” fue la “Ideología alemana”, libro publicado en 1991, que retomaba un famoso título de los jóvenes Marx y Engels, en 1846. La ideología alemana, sostiene Dumont, se construye a partir de finales del siglo XVIII contra la “ideología francesa”. Ésta se apoya sobre la racionalidad crítica, el universalismo de los valores y los principios de libertad e igualdad del sujeto individual. La “ideología alemana”, a partir de Johann Gottfried Von Herder (1744-1803) y hasta 1945, se construye sobre una base étnica y cultural y subordina el individuo a la cohesión del grupo encarnada de forma casi mecánica por un estado autoritario. La ideología francesa no busca pues sus valores en la historia y el acervo de la cultura histórica francesa sino en la claridad conceptual de unos pocos principios de actuación política. La conflictiva articulación de la “ideología francesa” con la cultura histórica plantea efectivamente otra cuestión, compleja y contradictoria. La ilustra hoy el drama de esta segunda vuelta que trastoca los papeles y las divisorias tradicionales y difumina los referentes de la identidad y la conciencia francesa.
Para Dumont, el contrario de la “Ideología francesa” fue la “Ideología alemana”, libro publicado en 1991, que retomaba un famoso título de los jóvenes Marx y Engels, en 1846. La ideología alemana, sostiene Dumont, se construye a partir de finales del siglo XVIII contra la “ideología francesa”. Ésta se apoya sobre la racionalidad crítica, el universalismo de los valores y los principios de libertad e igualdad del sujeto individual. La “ideología alemana”, a partir de Johann Gottfried Von Herder (1744-1803) y hasta 1945, se construye sobre una base étnica y cultural y subordina el individuo a la cohesión del grupo encarnada de forma casi mecánica por un estado autoritario. La ideología francesa no busca pues sus valores en la historia y el acervo de la cultura histórica francesa sino en la claridad conceptual de unos pocos principios de actuación política. La conflictiva articulación de la “ideología francesa” con la cultura histórica plantea efectivamente otra cuestión, compleja y contradictoria. La ilustra hoy el drama de esta segunda vuelta que trastoca los papeles y las divisorias tradicionales y difumina los referentes de la identidad y la conciencia francesa.
El verdadero Mélenchon
La mejor definición de la “ideología francesa” nos la proporciona una conocida frase de Camille Desmoulins (1760-1794), destacado protagonista de la Revolución: “El verdadero patriota no conoce a las personas, sólo conoce los principios”. El destino de Camille Desmoulins ejemplificó el fallo fundamental de tan rotunda definición, el que la aqueja hasta hoy. Los principios no existen fuera de las personas que los interpretan y los ponen en práctica. Camille Desmoulins terminó compadeciendo las personas que padecían el rigor de los principios. Se inclinó a favor de la facción conocida como “Indulgentes”. Fue guillotinado el 5 de abril de 1794, en la misma carretada que su amigo Danton, por voluntad de quien compartía tan drástica definición pero nunca se desvió de ella, hablo de Robespierre, otro íntimo amigo suyo.
La percepción de la realidad histórica de la Revolución fue radicalmente pervertida a lo largo del siglo XX por una línea de interpretación “jacobino-marxista”, la de historiadores como Albert Mathiez, Albert Soboul o Michel Vovelle, que consiguió, a través de la escuela pública, instilar en las mentes de varias generaciones la idea de que todas las “revoluciones” posteriores, empezando con la soviética sólo eran prolongaciones de la “Gan Revolución” en una larga cadena de causalidad emancipadora. Hoy por hoy, los portadores de la “ideología francesa” en su versión más integrista hay que buscarlos en los herederos de esta tradición “jacobino-marxista” o poscomunista. Quienes mejor la encarnaron en la pasada primera vuelta de la elección presidencial fueron los seguidores de Jean-Luc Mélenchon y su “Francia insumisa”.
La percepción de la realidad histórica de la Revolución fue radicalmente pervertida a lo largo del siglo XX por una línea de interpretación “jacobino-marxista”, la de historiadores como Albert Mathiez, Albert Soboul o Michel Vovelle, que consiguió, a través de la escuela pública, instilar en las mentes de varias generaciones la idea de que todas las “revoluciones” posteriores, empezando con la soviética sólo eran prolongaciones de la “Gan Revolución” en una larga cadena de causalidad emancipadora. Hoy por hoy, los portadores de la “ideología francesa” en su versión más integrista hay que buscarlos en los herederos de esta tradición “jacobino-marxista” o poscomunista. Quienes mejor la encarnaron en la pasada primera vuelta de la elección presidencial fueron los seguidores de Jean-Luc Mélenchon y su “Francia insumisa”.
Pareja de sans-culottes
Este preámbulo resulta largo y no obstante sólo ha podido condensar hasta la caricatura la complejidad de las ideas históricas que están en juego. Pero sólo desde esta perspectiva cabe interpretar la escandalosa actitud del grandilocuente líder de la izquierda poscomunista negándose a dar consignas de voto en la perspectiva de la segunda vuelta. Actitud secundada por buena parte de sus seguidores sobre la base de frases sacadas del más pétreo repertorio totalitario. Para muestra, un botón: “Entre la peste fascista y el cólera del capitalismo salvaje no cabe elegir”. Tras meses de lirismo, de patriotismo y de promesas, Melenchon ha recuperado el ceño fruncido, el que lo caracteriza de verdad. Si la guillotina siguiera instalada en la plaza de la Concordia, el 80,42% de los franceses, tendría que preocuparse por su cabeza. Del 19,58% que lo votaron, una buena mitad procede del Partido Socialista, asqueada por la grisalla de su candidato oficial pero más bien reservada sobre los ambiciosos proyectos de “la Francia insumisa”.
Dicen las encuestas que el 30% de los jóvenes de 18 a 24 años han votado a Melenchon, un 20% a Marine Le Pen y un 18% a Emmanuel Macron. Son pues jóvenes que han nacido entre 1993 y 1999. No llegaron a conocer la Unión Soviética. Dado el catastrófico nivel de sus conocimientos históricos, es muy posible que muchos ni siquiera sepan de su pasada existencia y no digamos de la magnitud de su sistema criminal y embrutecedor. El nivel educativo del electorado de Mélenchon era, por lo visto, netamente más elevado que el de Marine Le Pen. Mélenchon era el candidato de los “bobós” y de lo que queda de la intelectualidad germanopratense. Tal electorado educado dio su voto a un programa inaplicable en el contexto europeo actual sin provocar cataclismos en el tejido social y económico. Tal electorado educado no ha reparado en que el acceso de su candidato a la segunda vuelta hubiese propiciado la victoria cantada de Marine Le Pen. Tal electorado educado parece seguir pensando que “el verdadero patriota no conoce a las personas, sólo conoce los principios”.
Pero la realidad es que la mayoría de esta gente no constituye un ejército trasnochado de “sans-culottes”. Salvo en la proclamación de los principios, no hay en ellos la menor preocupación real por el bienestar de la colectividad. Muy actuales, muy autistas, son el resultado del desastroso mito posmoderno de la autenticidad, la “eigentlichkeit” habría dicho Heidegger. Como en el caso de las casas rurales “auténticas”, de los productos artesanales “auténticos”, de los pueblos auténticos, se trata de una impostura nostálgica aplicada en este caso a la complacida visión que el individuo tiene de sí mismo, de su sinceridad, de su pureza ideológica y ética. El individuo posmoderno y auténtico cuida de su imagen, del diseño personalizado que presenta a sí mismo y a los demás actores del teatro cotidiano. Sólo es capaz de pensarse en tanto que “actitud”. en el escaparate social, donde él es un figurín con modelito propio. En cuanto a la pureza química de los principios de la “Ideología francesa”, aprovechará para mantenerse, como siempre, impertérrita frente a todos los desmentidos y los fracasos de la experiencia histórica.
Dicen las encuestas que el 30% de los jóvenes de 18 a 24 años han votado a Melenchon, un 20% a Marine Le Pen y un 18% a Emmanuel Macron. Son pues jóvenes que han nacido entre 1993 y 1999. No llegaron a conocer la Unión Soviética. Dado el catastrófico nivel de sus conocimientos históricos, es muy posible que muchos ni siquiera sepan de su pasada existencia y no digamos de la magnitud de su sistema criminal y embrutecedor. El nivel educativo del electorado de Mélenchon era, por lo visto, netamente más elevado que el de Marine Le Pen. Mélenchon era el candidato de los “bobós” y de lo que queda de la intelectualidad germanopratense. Tal electorado educado dio su voto a un programa inaplicable en el contexto europeo actual sin provocar cataclismos en el tejido social y económico. Tal electorado educado no ha reparado en que el acceso de su candidato a la segunda vuelta hubiese propiciado la victoria cantada de Marine Le Pen. Tal electorado educado parece seguir pensando que “el verdadero patriota no conoce a las personas, sólo conoce los principios”.
Pero la realidad es que la mayoría de esta gente no constituye un ejército trasnochado de “sans-culottes”. Salvo en la proclamación de los principios, no hay en ellos la menor preocupación real por el bienestar de la colectividad. Muy actuales, muy autistas, son el resultado del desastroso mito posmoderno de la autenticidad, la “eigentlichkeit” habría dicho Heidegger. Como en el caso de las casas rurales “auténticas”, de los productos artesanales “auténticos”, de los pueblos auténticos, se trata de una impostura nostálgica aplicada en este caso a la complacida visión que el individuo tiene de sí mismo, de su sinceridad, de su pureza ideológica y ética. El individuo posmoderno y auténtico cuida de su imagen, del diseño personalizado que presenta a sí mismo y a los demás actores del teatro cotidiano. Sólo es capaz de pensarse en tanto que “actitud”. en el escaparate social, donde él es un figurín con modelito propio. En cuanto a la pureza química de los principios de la “Ideología francesa”, aprovechará para mantenerse, como siempre, impertérrita frente a todos los desmentidos y los fracasos de la experiencia histórica.
Robespierre, marcado de viruelas. Reconstrucción de paleontología facial
El verdadero ejército de los “sans-culottes” lo constituyen los batallones de “Marine”. Casi el 40% de los obreros le votó en la primera vuelta. Un porcentaje muy superior al que obtenía el Partido Comunista en sus mejores tiempos. Tal vez convenga recordar que la primera “Comuna de París” fue la llamada “Comuna insurreccional”, dueña de la calle entre 1789 y 1794. Con sus pantalones de raya (las “culottes”, las calzas, eran señas de aristócratas), con sus zuecos de madera, tocados con el gorro frigio, los sans-culottes, ellas y ellos, formaban las secciones de piqueros que dictaron el curso de la Revolución hasta Thermidor. Entonces, empobrecidos, desengañados de los principios y del “sistema” -o sea exactamente como hoy- desistieron de movilizarse para salvar a Robespierre. El ejército marinista sigue portador de buena parte de la “ideología francesa”, soberanismo, creencia en el patriotismo económico, obsesión por el igualitarismo y odio por los pudientes y la corrupción. No creo que el voto marinista identificable con la extrema derecha tradicional pase del 15% de su electorado. En cuanto al personaje, más complejo de lo que parece, frágil anímicamente, propenso al desaliento dicen quienes la conocen, se ha dejado embriagar por su nuevo estatuto de icono populista y se considera como la nueva Evita de los descamisados. Hoy podemos decir que se ha autoproclamado candidata de la “verdadera izquierda patriota”.
Todo retrato es el retrato de algo hecho por alguien. En este caso, este alguien es un servidor. Es innegable que el que suscribe es un puro producto de la “ideología francesa”. Matizado por muchas más cosas que resumiré con un hermoso concepto heredado de la “ideología alemana” el de la “stimmung”, intraducible palabra que habla de resonancia, de concordancia, de vibración y tonalidad de los seres y las cosas, algo que me inmuniza contra las consecuencias catastróficas de los conceptos esqueléticos. Entre las cosas que intenté explicar en “Agnus Dei qui tollis…” estaba mi absoluta seguridad de que la imparable inmigración comunitarista y oscurantista tiene sentenciada a breve plazo la posibilidad de autoperpetuación de las viejas naciones europeas. Se habrá entendido que mi postura no estaba basada ni en un rechazo irracional de la alteridad ni en un arcaico racismo biológico. Marine Le Pen es la única que se ha atrevido a plantear brutalmente el problema. No me consuelan sus palabras pero me abruma el silencio cobarde de los demás candidatos.
Todo retrato es el retrato de algo hecho por alguien. En este caso, este alguien es un servidor. Es innegable que el que suscribe es un puro producto de la “ideología francesa”. Matizado por muchas más cosas que resumiré con un hermoso concepto heredado de la “ideología alemana” el de la “stimmung”, intraducible palabra que habla de resonancia, de concordancia, de vibración y tonalidad de los seres y las cosas, algo que me inmuniza contra las consecuencias catastróficas de los conceptos esqueléticos. Entre las cosas que intenté explicar en “Agnus Dei qui tollis…” estaba mi absoluta seguridad de que la imparable inmigración comunitarista y oscurantista tiene sentenciada a breve plazo la posibilidad de autoperpetuación de las viejas naciones europeas. Se habrá entendido que mi postura no estaba basada ni en un rechazo irracional de la alteridad ni en un arcaico racismo biológico. Marine Le Pen es la única que se ha atrevido a plantear brutalmente el problema. No me consuelan sus palabras pero me abruma el silencio cobarde de los demás candidatos.
Marine Le Pen con Putin, hace unas semanas
Nunca votaré a Marine Le Pen. Formo parte de los muchos que consideramos que es la representante de la “anti Francia”. Quienes hoy se definen como conservadores, y yo -también, pero no solamente- me considero uno de ellos, son tan herederos de la Revolución francesa como quienes creen poder perpetuarla en su modo insurreccional. Otra forma de conservatismo pero infinitamente más peligrosa. Sólo hubo una revolución en la historia, la francesa. Porque las revoluciones ni se repiten ni se programan. Quienes lo intentaron siempre produjeron catástrofes. La Revolución francesa no fue política sino antropológica. Acabó con un concepto, el de los tres órdenes de la sociedad, que rigió las sociedades indoeuropeas durante cerca de 5000 años. No existe la más remota posibilidad de regresar a ese mundo. El horror de los totalitarismos consistió precisamente en el intento de imponer a los individuos modernos el retorno a organizaciones sociales arcaicas y orgánicas. Cuando se consiguió, fue siempre provisional y siempre sobre montañas de cadáveres.
Marine Le Pen es heredera de los “anti Lumières”, de la necesaria superioridad del principio de Autoridad sobre el de Razón, de los grupos nacionalistas autoritarios anteriores a la Segunda Guerra Mundial, como la conocida “Acción Francesa”, cuyos miembros calificaban la República de “gueuse” o sea de “golfa”. Una traducción más afinada sería “harapienta y guarra”. Es heredera de aquella extrema derecha nacionalista que se revolcó a los pies de los alemanes y aduló al senil y patético mariscal Pétain. El cual sigue siendo objeto de inmarcesible veneración por parte de Le Pen padre. Ciertamente, ella no es su padre. Creo que ha querido distanciarse sinceramente pero no podrá sobreponerse a muchos lastres dinásticos, al propio concepto de “frente” nacional, vendido como solución a los partidos tradicionales, calificados de escoria del “sistema”. Aquello fue la fórmula predilecta de todos los casposos fascismos del siglo XX. Alrededor de Marine vibriona una fauna turbia llena de antecedentes negacionistas, de saludos nazis, de automatismos brutales, cutres y simplistas. Creo que su éxito habría sido impensable para un candidato masculino. Marine se ha fabricado un improbable equilibrio entre la feminidad, la proyección maternal y la firmeza varonil. La extrema derecha siempre ha sido un mundo dominado por la monomanía hormonal. Por eso a nuestro inconsciente le cuesta pensar que una mujer pueda representar un peligro para la democracia.
Emmanuel Macron tiene tal ventaja en los sondeos que su derrota es difícil de imaginar. Pero el trauma histórico, la amargura, la crisis de confianza de la sociedad francesa dejan abierta cualquier posibilidad. Marine Le Pen ha conseguido monopolizar una retórica populista que obliga su oponente a desmarcarse con un discurso de moderación y rigor siempre menos estruendoso y audible en la charca de patos electoral. Alguien, tan excelente amigo como periodista, me acaba de clavar un par al quiebro: “¡Si Bonaparte levantara la cabeza!” Mi voto a Macron, lo dije hace unos días, nada tiene que ver con el mito, sino con la razón humilde y el posibilismo. Toda ilusión lírica mira al pasado. Pero ya ha habido quienes han comparado el brillo juvenil, la inteligencia y la ambición del favorito con las del joven Bonaparte.
Marine Le Pen es heredera de los “anti Lumières”, de la necesaria superioridad del principio de Autoridad sobre el de Razón, de los grupos nacionalistas autoritarios anteriores a la Segunda Guerra Mundial, como la conocida “Acción Francesa”, cuyos miembros calificaban la República de “gueuse” o sea de “golfa”. Una traducción más afinada sería “harapienta y guarra”. Es heredera de aquella extrema derecha nacionalista que se revolcó a los pies de los alemanes y aduló al senil y patético mariscal Pétain. El cual sigue siendo objeto de inmarcesible veneración por parte de Le Pen padre. Ciertamente, ella no es su padre. Creo que ha querido distanciarse sinceramente pero no podrá sobreponerse a muchos lastres dinásticos, al propio concepto de “frente” nacional, vendido como solución a los partidos tradicionales, calificados de escoria del “sistema”. Aquello fue la fórmula predilecta de todos los casposos fascismos del siglo XX. Alrededor de Marine vibriona una fauna turbia llena de antecedentes negacionistas, de saludos nazis, de automatismos brutales, cutres y simplistas. Creo que su éxito habría sido impensable para un candidato masculino. Marine se ha fabricado un improbable equilibrio entre la feminidad, la proyección maternal y la firmeza varonil. La extrema derecha siempre ha sido un mundo dominado por la monomanía hormonal. Por eso a nuestro inconsciente le cuesta pensar que una mujer pueda representar un peligro para la democracia.
Emmanuel Macron tiene tal ventaja en los sondeos que su derrota es difícil de imaginar. Pero el trauma histórico, la amargura, la crisis de confianza de la sociedad francesa dejan abierta cualquier posibilidad. Marine Le Pen ha conseguido monopolizar una retórica populista que obliga su oponente a desmarcarse con un discurso de moderación y rigor siempre menos estruendoso y audible en la charca de patos electoral. Alguien, tan excelente amigo como periodista, me acaba de clavar un par al quiebro: “¡Si Bonaparte levantara la cabeza!” Mi voto a Macron, lo dije hace unos días, nada tiene que ver con el mito, sino con la razón humilde y el posibilismo. Toda ilusión lírica mira al pasado. Pero ya ha habido quienes han comparado el brillo juvenil, la inteligencia y la ambición del favorito con las del joven Bonaparte.
Macron y su esposa Brigitte la noche de la primera vuelta