Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La muerte gloriosa de Víctor Barrio en la plaza (“Aquí buscó la muerte / y encontró la inmortalidad”) ha excitado la imaginación de las culturas alternativas, que en las redes sociales montaron un espectáculo de eso que un juez posmoderno denomina “humor negro”, y el español vuelve a indignarse del revés, es decir, por los efectos en vez de por las causas.
A la corrupción (palabra religiosa) económica, que a tantos mohínes da lugar en sociedad, siempre la precede la corrupción moral: venimos de la posmodernidad socialdemócrata, cuya única razón de ser pasa por no llamar nunca a las cosas por su nombre, y va del ministro (¡mujer!) que declara que “abortar es como ponerse tetas” al periodista que titula que “un palestino apuñala a una colona de trece años”.
–La policía usó un robot para asesinar al francotirador que mató a cinco agentes en una manifestación en Dallas –es otro titular del periodismo global.
Si la policía “asesina” al asesino y el asesino “mata” a los policías, ¿qué vamos a esperar de esas criaturas irrelevantes incluso como imbéciles que chapotean en el Twitter?
Hace un siglo que Gecé vio en los toros el último refugio que restaba “a la España heroica, audaz, pagana y viril, ya a punto de ser asfixiada por una España humanitarista, socializante, semieuropea, híbrida, burguesa, pacifista y pedagógica”.
–Por eso avanzo yo hoy mi voz ante ti, bárbaro turista, y te pido respeto, enérgicamente, para el culto de mi patria hacia el toro; animal divino, y, como divino, bravamente sacrificado.
La granja socialdemócrata, que sustituye el “Llanto” de Lorca por la oda a Platko (¡o a Quincoces!), es el paraíso nuevo, sin límites y sin preocupaciones, donde los cargos públicos hacen con la “shoah” chistes (“¡humor negro!”) que sonrojarían a Himmler, quien, por cierto, hizo dengues de desmayo en Las Ventas.
Y todos los hombres, al fin, son iguales. (Salvo en un caso: el de la actitud personal en el juego con la muerte).