jueves, 14 de julio de 2016

Hierofanía

Elegía W-A Bouguereau

Jean Palette-Cazajus

"Reflexionaré con más tiempo y serenidad sobre la muerte trágica de Víctor Barrio. Hoy sólo quiero decir que la muerte de un torero debe exigir de nosotros las alturas éticas de la tragedia griega. El torero que cae en el ruedo es un semidios. Muerte sin odio, muerte sin fanatismo, muerte puramente oblativa...

"...Hoy, gracias a la terrible y bella muerte de Víctor Barrio, nos sentimos más limpios y hemos engrandecido nuestra consciencia del hermoso privilegio de vivir, una conciencia exclusivamente humana. Muerto el Hombre, sólo reina el silencio de la bestia...."

Colgué estas líneas, cierto que infladas y precipitadas, en Facebook nada más enterarme de la trágica muerte del joven diestro. A las pocas horas me respondía de esta  guisa el amigo J. A. B. que reúne varios méritos, entre ellos el de censor de mis excesivos desparrames:

"Juan, no nos pongamos estupendos. Ha sido una desgracia, pero así es su profesión o arte... Ha tenido muy mala suerte. D.e.p."

Reconozco que pertenezco a una secta particularmente retorcida y peligrosa, la de los pesimistas líricos. Pero creo que pocas muertes rompen la grisalla de la prosa del mundo como la de los toreros y por ende autorizan a  desabrocharle un botón al escote de la lírica.

La muerte del torero  la inflige un animal, es decir, un compuesto de energía biológica y telúrica. Un animal dotado por la naturaleza de astas peligrosas. Es decir, naturalmente portador de una variante hilemórfica, por hablar como Aristóteles, del modelo de artefacto con que los humanos se han ido atravesando el cuerpo durante milenios. Materia, la del asta, o, tratándose del cuchillo o de la espada, piedra, obsidiana, bronce, acero. Forma, un constante perfil, largo, fino y punzante. Nuestros antepasados también murieron devorados por las fieras, por sus semejantes, o descalabrados por el prójimo, pero ninguna muerte violenta arrastra nunca la carga simbólica y sacrificial del cuerpo atravesado por la "materia-forma" perforante. 

Y de tales muertes ninguna con tanta carga simbólica como la del torero atravesado por el asta del toro. Es la muerte "aterradora" por definición. En el sentido habitual, porque despierta en nosotros el horror atávico. Pero también en el sentido etimológico. Porque es una muerte que brota de la tierra, una muerte telúrica. Ajena a cualquier coartada sobrenatural, a cualquier cortina de humo metafísica, a cualquier proselitismo sangriento, a cualquier sadomasoquismo del martirio, la muerte del torero arraiga en este mundo sublunar. Es, literalmente, la única muerte "natural", puesto que el hombre es artificial por definición, ya desde antes de los pedruscos olduvayenses.

Cabe decir, pues, que la muerte del torero es una muerte "absurda" por definición. Entendámonos : yo uso la palabra en el sentido que entronizara el soleado Albert Camus. "No hay más que un problema filósoficamente serio : el suicidio". El hombre absurdo no espera nada de los cielos, muy poco de la tierra y, pese a todo "debemos imaginar a Sísifo feliz". A su callada manera el torero es un avatar de Sísifo, porque nadie más que él rechaza el suicidio y apuesta por la vida. Toda faena es, o intenta ser, como el resumen intensificado y condensado de una bella vida. A cambio el torero siempre oye más fuerte y más cerca que nadie el aleteo afanoso de la muerte.

La muerte de los toreros, por fin, lo dicen casi todos, es una muerte "gratuita".  Es también mi opinión, pero cabe que tampoco coincidamos sobre el uso de la palabra: Yo le  doy el sentido de lo que no se cobra, de lo que se regala. Ciertamente, la muerte del torero es oblativa. Es el don absoluto, el único que contradice a Marcel Mauss y rechaza toda reciprocidad. Con el don de su muerte, el torero fulmina a los supervivientes. Cae el rayo y cada uno intuye entonces cuál es la verdadera sustancia de su vida. A esto los griegos lo llamaban hierofanía, aparición de lo sagrado. Porque lo sagrado no depende del más allá, sino del más acá. Lo sagrado arraiga también en el espesor del mundo, allí donde arraiga la propia muerte de los toreros. Es un binomio que bien se puede llamar catártico, libre de toda polución societal. Dicho de otra manera, la muerte del torero produce mito, pero no produce sociedad, y como tal es impoluta frente a toda dimensión del Mal.

Los "animales" no existen como tales. La palabra es un simple "flatus vocis",  como decía Roscelino de Compiègne, allá por el siglo XI. Lo que existe realmente son, precisamente, las especies, cada especie irreductible, a despecho de la cantinela antiespecista. El  etograma del animal humano que comparte biología con todas las otras especies desde la aparición del genoma, se caracteriza por la existencia de una ontología exclusiva. Esta ontología es la del Ser-Para-La-Muerte. En el fondo hay una empatía fundamental entre la ontología de Heidegger y la de Camus.

La aberración animalista, en cambio, se ha dedicado a extender al genérico "animal" la ontología humana. El resultado, desastroso, ha sido la dilución de la ontología, su total licuefacción cual mantequilla al sol. Los animalistas ya son animales carenciales. Vegetan los "buenos" y deambulan arrastrados por la anomia del conocimiento, prisioneros de una deriva infantilizante. Sobreviven los "malos", los más listos. Estos chapotean en una ontología de la cloaca, la del mal absoluto, como hemos comprobado estos últimos días.