Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Nos está permitido correr por la acera en bicicleta, entrar a los restaurantes en calzoncillos y acudir a la alberca municipal en bolas.
Y dirán que la Constitución del 78 no garantiza libertades.
Deambular en bolas por las piscinas municipales es otra gran conquista madrileña en la historia de su lucha por los derechos civiles.
–¿Dónde debe empezar la definición del hombre, con el hombre denudo o el vestido? –se pregunta Carl Schmitt en su celda, encerrado en calidad de testigo y “posible defendant”, como se denomina “esta interesante institución del derecho procesal penal americano, que hace posible la detención de un testigo”.
Y dirán que Carmena no nos da que pensar.
Hay una clase media madrileña que tiene la pulsión del exhibicionismo, como se ve en la afición de los varones a echarse a las calles de la capital en calzones. Para acabar con el exhibicionismo inglés, Bertrand Russell propuso poner las braguetas en la parte trasera de los pantalones. Carmena, que tiene interiorizada la represión (también sexual) del comunismo, prueba a poner a sus contribuyentes en bolas, como ese extraño krausista barbudo que frecuenta la sierra de El Escorial, entre el Maestro de “Érase una vez el hombre” y el arquitecto Ricardo Aroca, y a mí me parece que esta carmenada equivale a la segunda enmienda americana.
–El más desnudo de los hombres –explica Schmitt– es el que está despojado de ropa delante de un hombre vestido, desarmado delante de uno armado.
Para lograr, pues, tan completa
desnudez carmenitana (una “ensoñación orgásmica”, que diría Desmond
Morris), cada madrileño desnudo deberá estar acompañado, no por un
guardia de la porra, sino por un CDR (jueces y maderos vecinales de los
comités de defensa de la revolución, de flamante creación)
reglamentariamente vestido y con el distintivo del cuerpo, que bien
podría ser un membrillo, bordado en las solapas. Aquí un madrileño (al fin) desnudo, y aquí, su vigilante.
Y dirán que no damos ideas.