miércoles, 30 de septiembre de 2020

Trump contra tres


 

Hughes

Abc

 Trump se las vio contra dos, Biden y Wallace, el “moderador”. Quizás contra tres, porque Biden tenía la ayuda adicional de la cámara, a la que miraba como recurso o como salida. Miraba a los ojos al americano, o quizás leía un teleprompter o simplemente saltaba de su propio incendio por la cuarta pared.
 

Tres contra uno, y en un ring a la medida de Biden, porque el marco dibujado por Wallace era el de la izquierda. Fue un debate y también una entrevista, un entrebate, una cosa rara en la que cada bloque temático empezaba por una muy aguda pregunta a Trump. Una pregunta difícil, impropia de un debate. Wallace, tocando melodía demócrata, ponía la zancadilla para que Biden rematara (¡como los antifa callejeros!). La peor de todas quizás fuera la que le pedía condenar a los “Supremacistas blancos” por una violencia que comete y desató la izquierda. Ahí Trump se vio acorralado. Eh, eh, qué tienes que decir. Esto ya lo hemos visto. Con su sonrisa de tahúr, Biden acudió al rescate de Wallace (durante todo el debate fue puntualmente al revés) y Trump hizo algo muy difícil por lo que será criticado a nivel planetario. Antes aún hizo otras dos cosas: dejar claro que el problema era de la izquierda radical, y no de la derecha, y preguntar por un nombre, una organización. ¿Quiénes son esos supremacistas blancos? Le dieron uno, los “Proud Boys”. Y lo dijo: “Retrocedan y esperen”, ese fue su mensaje. Bastante menos grave que lo dicho por Biden, que negó la existencia de Antifa, a la que llamó “una idea, no una organización”. Negando antifa negaba su violencia. Pero a Biden no le pusieron en ese brete y a Trump sí, y aceptar ese marco era aceptarlo todo: la amenaza ya de nivel terrorista del racismo blanco, el supremacismo psicopático, y de ahí, en un salto, el sistémico.

Pero la salida de Trump, rapidísima y segura, llena de reflejos era algo importante porque se negaba a asumir la asignación de culpas y la etiqueta institucionalizada por los demócratas como el gran problema del país. La gran ballena que persiguen los medios día a día. La cantinela de estos años: esa maldad intrínseca sobre la que hacer pivotar todo el sistema de discriminación, acción positiva, corrección política, discursos identitarios… Dadme ese punto de apoyo y… Y Trump lo negó. Trump se negó.
 

Biden antes ya había aludido, sin decir la palabra, a una especie de “deplorables”. Los malos chicos existen, las malas personas, son las que miran mal a los diferentes. La piel vieja y no virtuosa de la que América tiene que desprederse. Y Trump rechazó la etiqueta, y fue muy claro al defender los “valores principales” de su nación. Defendió su eliminación de la critical race theory y eludió también el concepto “racismo sistémico”. Todas ellas etiquetas de culpabilidad previa, cartas marcadas puestas por el moderador sobre la mesa. En su no asunción de esos conceptos hubo algo poderoso, fuerte, resistente, que no lucirá tanto como en 2016.
 

Porque el debate tampoco fue bueno, o más bien refrescante o sorprendente como aquellos con Hillary. Casi se echa de menos la oratoria política. El verbo grandilocuente, hipócrita, inspirador y ampuloso del político. Trump no lo tiene, y aquí no atacaba, aquí se defendía, y tampoco frente a él lo podíamos encontrar.
 

En un momento dado, Biden llegó a mezclar racismo y coronavirus. Es monstruoso. Es asombroso. Es demente en más de un sentido de la palabra. Ése es el mérito o la utilidad de Biden, uno de ellos, camuflar con su balbuceo la falacia monstruosa de un discurso destructivo, divisivo y radical que toma el planeta entero. Biden tartamudea y a la vez emite unos mensajes naif de una simpleza infantil. Es senil y pueril a una ¡es puenil!
 

Trump empezó mal. Puede decirse que Trump está bien cuando hay sonrisas. Tardó en haberlas. Necesita un ritmo de escenario, de humorista (le va mejor moverse, caminar, ponerse de perfil). Parecía enfadado, bronco, aunque algún buen golpe caía:


-Yo soy el Partido Demócrata.


-No según Harris
 

Fue con el coronavirus cuando apareció el Trump swingueante. Ante el dramatismo de Biden sacó su mascarilla como quien saca la cartera. Aquí está, yo la llevo, pero no me la voy a poner si es necesario, no como él, que lleva esas enormes mascarillas… No siente la necesidad de justificar su gestión con excesos profilácticos. Habló contra China, contra el cierre del país, y diría que fue convincente.
Entró en calor ahí y siguieron los golpes: “He hecho más en 47 meses que tú en 47 años”. Trump defendió su economía, el recorte de impuestos, su política con China (“te comió el almuerzo, Biden”), el mensaje de “ley y orden”, el entendimiento tradicional de los valores constitucionales en lugar de la culpabilidad nacional necesitada de redención de la que hablan los demócratas. Cuando habló de impuestos o de limpiar los bosques, o de coches, o del precio de la energía no hubo acritud en Trump. No la hay. Es relajado, poco enfático.
 

Los momentos críticos no eran esos, sin embargo. Sabemos dónde estaban, y ahí resistió berroqueño. A Trump se le pedía que condenara el Supremacismo Blanco, y se negó, y Biden se negó a referirse claramente a la ley y el orden y al cumplimiento de la ley, bazas nixonianas evidentes para Trump. En esas dos negaciones tan distintas, o en ese mutuo rehusar, se intuye la radical división política de ese país.

Habrá muchas quejas sobre el debate, demasiado poca cosa para el paladar “Ala Oeste de la Casa Blanca”, pero no sé si serán del todo justas. Trump era… ¿qué era? La antipolítica, el populismo, el antiobama… Y Biden es, lo dijo Trump, el peor candidato en la historia. (“Si pierdo, no puedo volver, no puedo volver a hablar”). Lo que surgiese de ahí no podía satisfacer el oído acostumbrado a cierta retórica. La música, los yambos neoclásicos. Es curioso, Biden miente tanto que Trump ya parece tener una relación más fresca y sana con los “hechos”.
 

Al final hubo un fuerte intercambio que pareció pugilístico. Biden sacó a su hijo para recordar que, supuestamente, Trump llamó “perdedores” a los militares; golpe bajo, pellizco en los testículos; y el presidente reaccionó poniendo en el debate el escandaloso enriquecimiento del hijo durante la carrera del padre. Pum, pam, crac (¿cómo estaría Trump con un calzón satinado de boxeador?). Ahí, en ese golpe, estaba atacando un nudo fundamental: los manejos de las élites en el contexto político e internacional de los neocons… Pero ese es el marco de las preguntas que le hacen: el consenso neocon-liberal derivando hacia los nuevos territorios de la izquierda. Él se salió de uno, llegó para combatirlo y se encuentra también con el otro, heredero, hijo adulterino de aquel consenso y el postmarxismo universitario.
 

Fue duro y cruento ese diálogo, no sonó edificante. Dos señores mayores en una posición poco lincolniana (aunque el que insultó fue Biden). Pero era dinamita, y no fue menor el del final sobre las elecciones y la “Transición”.
 

-¿Transición? ¿Y lo que me han hecho a mí desde antes de ganar Hillary y los otros?
 

Trump lanzó su mensaje poderoso: la gente tiene que ver lo que va a pasar, tiene que vigilar. Los medios dirán, en resumen, que no condenó el supremacismo y que no garantizó una transición pacífica. Pero no fue exactamente así. Trump niega una y otra vez, con una fuerza y resistencia asombrosas, los conceptos en los que le pretenden encerrar.
 

El problema de la violencia izquierdista y la división racial azuzada por Obama le acaba volviendo a él como un problema de “supremacismo” (convertido en amenaza terrorista y psicopática y conectado con el “racismo sistémico”). Trump no les da ese placer. Y cuando tocó hablar del futuro, el posible fraude electoral, la transición y la aceptación de los resultados, avisó: hay que vigilar. Esto puede acabar mal, vino a decir.
 

El debate pobre, intelectualmente raquítico, casi morón, carente de cualquier apelación espiritual o conciliadora, reflejó una polaridad absoluta y la certeza de dura resistencia de Trump. Dirán que no estuvo como con Hillary, pero su posición es otra y se enfrenta a una ideología que son dos: el consenso de los Bush, McCain, Clinton, y sus instituciones e infiltraciones, de los que Biden viene a ser casi un espectral delegado, y una nueva izquierda radical, ideológica, divisiva que será Harris y que estuvo en el fondo ideológico de las preguntas del moderador (¡Climate Change! ¡Climate change!). Todas las bolas que le lanzó Wallace estaban envenenadas en la trayectoria y en la intención, marcadas por el ángulo insidioso de esas ideologías.
 

Trump pareció titánico en 2016 y lo sigue pareciendo en 2020. Las circunstacias, agravadas por la violencia y el escenario antifa-BLM (lo que niega, él sí, Biden), el Covid, y la polarización (en el apogeo del recuento) hacen de su posición algo más desagradable. Mucho menos agradable. A unos les dijo “Retrocedan, esperen”; a otros, “estén atentos”. Mensajes casi de facción, de cierta movilización. De movimiento o cuerpo político que no sólo tiene que ir a votar. No del todo, no exactamente. Quedarse en su casa (idea de reserva activa, de latencia) mientras incendian sus calles. Ir a los colegios a revisar un fraude del que avisa. Ya no es sólo, estrictamente, votar, lo que da idea de un agravamiento de la situación. La fuerza trumpiana existe, está, se ha visto, pero no se sabe si ha sido reducida, encauzada por fin en una vía demográficamente exhausta, en la que se irá agotando, o ha podido romper los diques del discurso en los que se desarrolló el debate.
 

(Nota final: dirán que esto de avisar del posible fraude electoral es inconcebible, inaudito, dicho por un presidente, pero ¿acaso no lo es lo que conocimos hoy sobre la trama rusa de Clinton de la que supo Obama? ¿No es eso, como mínimo, otro Watergate?).