[Publicado el 11 de Abril de 2014]
Carlos Gómez Izquierdo
La historia de Enrique el Gemelo, gran cantaor flamenco, según me la contó el Distinguido Lugumba, es ésta:
Enrique el Gemelo era puntillero en la cuadrilla de un torero local y el más excelso intérprete que nunca habrá de la malagueña. También era solitario, cetrino, fumador pertinaz y propietario de un Seiscientos verde claro. Cómo sería el aura de su persona, que cuando llegaba a un cruce, aún estando la calle vacía, esperaba un par de minutos para que pudieran pasar los espíritus de los coches rotos.
Enrique el Gemelo era puntillero en la cuadrilla de un torero local y el más excelso intérprete que nunca habrá de la malagueña. También era solitario, cetrino, fumador pertinaz y propietario de un Seiscientos verde claro. Cómo sería el aura de su persona, que cuando llegaba a un cruce, aún estando la calle vacía, esperaba un par de minutos para que pudieran pasar los espíritus de los coches rotos.
La leyenda asegura que gustaba de meterse a las iglesias, cuando estaban
vacías, para escuchar los ensayos de los cánticos religiosos o la
música del órgano, y que otras veces se iba por el Campo del Sur, hasta
el Hospital de las Piedras Negras, para cantarle a los locos. Eso si no
le daba por ir a cantarle al agua por los alrededores de la Muralla
Grande. De tal manera salían los cantes por su garganta que los expertos
llegaron a compararle con Beethoven y con Chopin. Era un
espectáculo digno de verse cómo había que agarrar a los aficionados que
le oían por vez primera, pues el sentimiento les provocaba unas ganas
irrefrenables de tirarse por la ventana. Y los niños habían adquirido la
costumbre, siempre en días de fuerte viento, de acercarse hasta la
puerta de su casa para suplicarle que les cantara algo porque tenían
ganas de llorar.
Algunos expertos, fundadores de la corriente que devino en el afluente de los actuales flamencólicos, afirman que la mística de aquel hombre con sombrero y patilla abundantísima emanaba de sus crónicas depresiones –producidas, al parecer, por comer demasiada fruta colorada–, mientras que otros, más pragmáticos, defendían la culpabilidad de sus enormes orejas en la forja del introvertido carácter de Enrique el Gemelo. En lo que todo el mundo se ponía de acuerdo era en adjetivar entre admiraciones el cante del genio de la Tacita de Plata: óle, con acento en la o.
Un atardecer de agosto de cuando tenía treinta años, Enrique el Gemelo soltó un espantoso llorido que salió por la ventana verde que daba a la calle principal, echó a volar por la acera de los números impares y se perdió más allá de la rosaleda que limitaba la ciudad. Después de la rosaleda no había nada.
Y Enrique el Gemelo no volvió a cantar en serio. Se hizo serenatero y le tiraban monedas a las puertas de los cafés.
Lo último que cantó decía así: El sol no sale de día, pa mí el sol sale de noche: ya está el sol en contra mía.